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    martes, 7 de mayo de 2019

    La Vida


    Valor del mes | P. Juan Tomás García, msc



    La Vida
    El que oye mi Palabra ha pasado de la muerte a la vida (Juan 5, 24)

    El valor que se nos propone impulsar en el mes de mayo es la vida. Se refiere a la vida que supera la muerte y sus miedos torturantes que nos hacen vivir inquietos y vacilantes. La vida es el primer valor humano, por eso, es importante que nos detengamos a ver este valor con relación a nosotros mismos, a los demás, a las estructuras sociales, la familia, la escuela, la comunidad, a la ecología y a la trascendencia. Jesucristo nos ha enseñado el camino para que nuestra vida adquiera un sentido agradable y eterno.  El mismo Jesús ha afirmado haber venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Juan 10, 10).

    Esto nos lleva a decir que la mayor alegría del ser humano es descubrir que somos seres para la vida. Creer en Dios nos conduce a proteger y amar nuestra propia vida y la de los y las demás; a querer que descubran la riqueza de vivir con sencillez y pureza de corazón, sin apego a los bienes terrenos. Como ejemplo, creemos que la conmemoración del día de los fieles difuntos y difuntas, en el mes de noviembre, debe ser para todas las personas cristianas, celebración de la esperanza, por eso vivimos nuestra vida con entusiasmo, firmes en la fe, sabiendo que vivir es amar, servir y compartir, pues viviendo de esta manera estamos preparando nuestra vida futura. La promesa de Jesús es que toda persona que cree en él vivirá para siempre (Juan 11, 25-26).

    Apasionados por la vida
    Cuando nos dejamos habitar por la fuerza de la resurrección de Jesús, comenzamos a entender a Dios de una manera nueva, como un Padre «apasionado por la vida» de los hombres, y comenzamos a amar la vida de una manera diferente. La resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde nosotros ponemos muerte. Alguien que genera vida donde nosotros la destruimos.

    Tal vez nunca la humanidad, amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy hombres y mujeres comprometidos incondicionalmente y de manera radical en la defensa de la vida.

    La lucha por la vida debemos iniciarla en nuestro corazón, «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y la indiferencia que conduce a la muerte». Desde el interior mismo de nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida… O nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno.

    Es en nuestro corazón donde, animados por la fe en el resucitado, debemos vivificar su existencia, resucitar todo lo que se ha muerto y orientar decididamente nuestras energías hacia la vida, superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en actitudes de muerte. La «pasión por la vida» propia de quien cree en la resurrección, debe impulsarnos a hacernos presentes allí donde «la vida peligra o es amenazada», para luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida.

    La defensa de la vida
    Por eso la Iglesia defiende la vida, frente a la pena de muerte, el aborto, las armas de guerra y todo tipo de acciones que lesionan la vida. Esta actitud de defensa de la vida nace de la fe en un Dios resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme y coherente en todos los frentes. ¿Sabemos defenderla con firmeza en toda circunstancia? ¿Cuál es nuestra postura personal ante las muertes violentas, el aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de tantos pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el deterioro creciente de la naturaleza?

    Con la resurrección de Jesucristo aprendemos que Dios es amigo de la vida. Ahora empezamos a entender mejor su pasión por una vida más sana, justa y dichosa para todos. Ahora comprendemos por qué anteponía la salud de los enfermos a cualquier norma o tradición religiosa. Siguiendo sus pasos, necesitamos vivir curando la vida y aliviando el sufrimiento. Poniendo siempre la fe y la práctica religiosa al servicio de las personas.

    Signos de resurrección
    Quien ha entendido un poco lo que significa la resurrección del Señor, se siente urgido a vivir ya esta vida como «un proceso de resurrección», muriendo al egoísmo y a todo aquello que nos deshumaniza, y resucitando a una vida nueva, más humana y más plena.

    El primer signo de esta vida renovada es la alegría. Esa alegría de los discípulos «al ver al Señor». Una alegría que no proviene de la satisfacción de nuestros deseos ni del placer que producen las cosas poseídas ni del éxito que vamos logrando. Una alegría diferente que nos inunda desde dentro y que tiene su origen en la confianza total en ese Dios que nos ama por encima de todo, incluso, por encima de la muerte. La alegría pascual impulsa a las comunidades y a los creyentes a perdonar y acoger a todas las personas, incluso a los enemigos, porque nosotros mismos hemos sido acogidos y perdonados por Dios. La Vida es mucho más que esta vida. No hemos hecho más que «empezar» a vivir. Desde la resurrección de Cristo sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Vivir haciendo el bien es la forma más acertada de adentramos en el misterio del más allá. Feliz Pascua de Resurrección. ADH 834

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