Espiritualidad
Litúrgica | Roberto Núñez, msc
c) Epíclesis
“La Iglesia, por medio de determinadas
invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han
presentado los hombres queden consagrados…” (OGMR 79).
En este mes de la Biblia continuamos con
nuestro recorrido por la Plegaria eucarística, así llegamos al tercer elemento
de su estructura, que es la Epíclesis o invocación al Padre para que envíe el
Espíritu Santo.
El Misal dice de ella: “La Iglesia, por
medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para
que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se
conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada,
que se va a recibir en la Comunión sea para salvación de quienes la reciban”.
“Epíclesis” viene del griego “epi-kaleo”,
traducido al latín como “in-vocare”, “llamar sobre”, significa invocación. Es
una herencia de las oraciones bendicionales judías, las cuales concluían con
una súplica. Por eso en la Plegaria eucarística pedimos a Dios que venga su
fuerza salvadora sobre lo que celebramos y sobre nosotros mismos.
El sentido de la Epíclesis es invocar la
fuerza salvadora de Dios sobre los dones eucarísticos, para que, también para
nosotros, las palabras de Cristo tengan su eficacia por el Espíritu dador de
vida. El mismo Espíritu que obró la Encarnación del Hijo de Dios, el que dio
sentido a su muerte (cf. Hb 9,14), el que le resucitó de entre los muertos (cf.
Rm 8,11), es el que realiza ahora el misterio eucarístico. El sacerdote, en
nombre de toda la comunidad, invoca al Espíritu imponiendo sus manos sobre el
pan y el vino.
Profundizando en el sentido de la
Epíclesis, el P. Aldazábal afirma: «Esta invocación es un recordatorio continuo,
dentro de la Plegaria eucarística, de que la fuerza salvadora de Dios es la que
actúa en nuestra celebración, al igual que en toda la historia de la salvación.
No es la comunidad la que “dispone” de Dios, por muy sagradas que sean sus
palabras y acciones; sino que “se pone a disposición” de Dios y de su
iniciativa. A él, que es Santo, le pedimos que “santifique” estos dones y a la
comunidad. Ya que los cielos y la tierra están “llenos” de su gloria, le
pedimos que “llene” de su Espíritu nuestra eucaristía.
La Epíclesis nos hace confesar que es el
Espíritu el que santifica, el que transforma, el que da vida. El Espíritu que
en el inicio del cosmos, aleteando sobre las aguas primordiales, las llenó de
vida, según el Génesis. El Espíritu que actuó en el seno de la Virgen María de
Nazaret, y así su hijo, que podía haber sido sencillamente “el hijo de María y
de José”, fue “el Hijo de Dios”, por obra del Espíritu. El mismo Espíritu que
en Pentecostés llenó de vida a la primera comunidad eclesial: es el que actúa ahora
sobre los dones eucarísticos y la comunidad.
Ahora se trata de la “resurrección del pan
y del vino y de la comunidad: o sea, la incorporación a la esfera de Cristo
Resucitado de los dones sobre el altar y, sobre todo, de la comunidad que
participa de ellos. En prolongación del sacramento del bautismo, que también es
incorporación -por el agua y el Espíritu- a Cristo Resucitado, y de la
confirmación, que es la donación del mejor regalo del Resucitado: su Espíritu».[1]
Se ha resaltado muy poco que la invocación
que hacemos del Espíritu, además de sobre los dones, es también sobre los
fieles, para que éstos, recibiendo el don eucarístico de Cristo, y llenos del
amor, la vida, la unidad, la santidad y la verdad del Espíritu, se conviertan
también en lo que deberían ser: el Cuerpo vivo de Cristo. ADH 848
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