Mensaje | Redacción ADH
Seamos
portadores de bendición
Misa de
la festividad de Santa María, Madre de Dios, presidida por el cardenal
Secretario de Estado, Pietro Parolin, en sustitución del Papa Francisco,
aquejado de “una dolorosa ciática”. En la homilía del Papa, leída por el
cardenal Parolin, Francisco pide a fieles y curas que sean “portadores de
bendición” en el año que comienza. Una bendición concretada en el cuidado de
los demás y en el tiempo. Porque, “si encontramos tiempo para regalar, nos
sorprenderemos y seremos felices” (José Manuel Vidal)
Y nosotros, ¿qué debemos encontrar al inicio de
este año? Se pregunta al final el papa y responde:
Sería hermoso encontrar tiempo para alguien.
El tiempo es una riqueza que todos tenemos, pero de la que somos celosos,
porque queremos usarla sólo para nosotros. Hemos de pedir la gracia de
encontrar tiempo para Dios y para el prójimo: para el que está solo, para el
que sufre, para el que necesita ser escuchado y cuidado. Si encontramos
tiempo para regalar, nos sorprenderemos y seremos felices, como los pastores.
Que la Virgen, que ha llevado a Dios en el tiempo, nos ayude a dar nuestro
tiempo. Santa Madre de Dios, a ti te consagramos el nuevo año. Tú, que sabes
custodiar en el corazón, cuídanos. Bendice nuestro tiempo y enséñanos a
encontrar tiempo para Dios y para los demás. Nosotros con alegría y confianza
te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!
Fragmentos de la homilía escrita por el Papa
Las lecturas de la liturgia de hoy resaltan tres
verbos, que se cumplen en la Madre de Dios: bendecir, nacer y encontrar.
Bendecir. En el
Libro de los Números el Señor pide que los ministros sagrados bendigan a su
pueblo: «Bendecirán a los hijos de Israel: “El Señor te bendiga”» (6,23-24). No
es una exhortación piadosa, sino una petición concreta.
Y es importante que también hoy los
sacerdotes bendigan al Pueblo de Dios, sin cansarse; y que además todos los
fieles sean portadores de bendición, que bendigan. El Señor sabe que
necesitamos ser bendecidos.
Pero ahora, con el Hijo de Dios, no recibimos
sólo palabras de bendición, sino la misma bendición: Jesús es la bendición
del Padre. En Él el Padre, dice san Pablo, nos bendice «con toda clase de
bendiciones» (Ef 1,3). Cada vez que abrimos el corazón a Jesús, la bendición de
Dios entra en nuestra vida.
Hoy celebramos al Hijo de Dios, el Bendito
por naturaleza, que viene a nosotros a través de la Madre, la bendita por
gracia. María nos trae de ese modo la bendición de Dios. Donde está ella
llega Jesús. Por eso necesitamos acogerla, como santa Isabel, que la hizo
entrar en su casa.
La Virgen, de hecho, enseña que la bendición
se recibe para darla. Ella, la bendita, fue bendición
para todos los que la encontraron: para Isabel, para los esposos de Caná, para los
Apóstoles en el Cenáculo... También nosotros estamos llamados a bendecir,
a decir bien en nombre de Dios. El mundo está gravemente contaminado por el
decir mal y por el pensar mal de los demás, de la sociedad, de sí mismos. Pero
la maldición corrompe, hace que todo degenere, mientras que la bendición
regenera, da fuerza para comenzar de nuevo.
El segundo verbo es nacer. San
Pablo remarca que el Hijo de Dios ha «nacido de una mujer» (Gal 4,4). En pocas
palabras nos dice una cosa maravillosa: que el Señor nació como nosotros.
No apareció ya adulto, sino niño; no vino al mundo él solo, sino de una mujer,
después de nueve meses en el seno de la Madre, a quien dejó que formara su propia
humanidad. El corazón del Señor comenzó a latir en María, el Dios de la vida
tomó el oxígeno de ella. Desde entonces María nos une a Dios.
Ella no es sólo el puente entre Dios y
nosotros, es más todavía: es el camino que Dios ha recorrido para llegar a
nosotros y es la senda que debemos recorrer nosotros para llegar a Él. A
través de María encontramos a Dios como Él quiere: en la ternura, en la
intimidad, en la carne. Sí, porque Jesús no es una idea abstracta, es concreto,
encarnado, nació de mujer y creció pacientemente.
No estamos en el mundo para morir, sino para
generar vida. La Santa Madre de Dios nos
enseña que el primer paso para dar vida a lo que nos rodea es amarlo en nuestro
interior. Ella, dice hoy el Evangelio, “conservaba todo en su corazón” (cf.
Lc2,19). Del corazón nace el bien: qué importante es tener limpio el corazón,
custodiar la vida interior, la oración. Qué importante es educar el corazón al
cuidado, a valorar a las personas y las cosas. Todo comienza ahí, del hacerse
cargo de los demás, del mundo, de la creación.
El tercer verbo es encontrar.
El Evangelio nos dice que los pastores «encontraron a María y a José, y al
Niño» (v. 16) No encontraron signos prodigiosos y espectaculares, sino una
familia sencilla. Allí, sin embargo, encontraron verdaderamente a Dios, que es
grandeza en lo pequeño, fortaleza en la ternura.
Pero, ¿cómo hicieron los pastores para
encontrar este signo tan poco llamativo? Fueron llamados por un ángel. Tampoco
nosotros habríamos encontrado a Dios si no hubiésemos sido llamados por gracia.
No podíamos imaginar un Dios semejante, que nace de una mujer y revoluciona
la historia con la ternura, pero por gracia lo hemos encontrado.
Y hemos descubierto que su perdón nos hace
renacer, su consuelo enciende la esperanza, su
presencia da una alegría incontenible. Lo hemos encontrado, pero no debemos
perderlo de vista. El Señor, de hecho, no se encuentra una vez para siempre:
hemos de encontrarlo cada día. Por eso el Evangelio describe a los pastores
siempre en búsqueda, en movimiento: “fueron corriendo, encontraron, contaron,
se volvieron dando gloria y alabanza a Dios” (cf. vv. 16-17.20). No eran
pasivos, porque para acoger la gracia es necesario mantenerse activos.
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