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    viernes, 5 de febrero de 2021

    Por una Iglesia samaritana

    Eclesiales




    Por una Iglesia samaritana

     

    Aunque todavía no sabemos cómo y cuándo lograremos superar esta crisis y retornar a esa “normalidad” a la que nos habíamos acostumbrado, desde nuestra condición humana nos atrevemos a imaginar el futuro. O por lo menos, intentar unir esos pedazos del rompecabezas fragmentado de esta realidad que se nos escapa de los cálculos, del control y de las seguridades. Los expertos más sensatos declaran la permanencia del virus y, a menos que nos proteja una vacuna, la curva que se aplana no detiene alrededor del mundo el índice de los infectados ni disminuye el destino final de los moribundos.

     

    De las esperanzas que nos sostienen está la fe en la bondad humana, su capacidad de retornar a caminos de convivencia y esfuerzo común para que los pueblos de la tierra giremos hacia los valores comunes de fraternidad, dignidad humana y justicia social. Creer que todos aprenderemos de esta pandemia no es tan sensato como parece. Ni tan imposible para que seamos demasiado pesimistas. Sí requiere despertar ya de la voracidad consumista y el egoísmo depredador que nos adormece y nos va conduciendo vertiginosamente hacia un abismo de dolor, fracaso y sinsentido.

     

    La salida favorable del distanciamiento físico, de la imposibilidad de relacionarnos como corresponde a nuestra realidad de seres animados y corpóreos está muy desdibujada y no debemos convertirnos en profetas de las desgracias, pero tampoco en ingenuos decidores de lo que todos quisieran oír. Pero sí estar atentos para que las decisiones y ejecuciones miren el bien común y no queden en manos de políticos interesados solo por el poder o de empresarios que ejerzan la actividad económica sin responsabilidad social ni compasión para los más vulnerables.

     

    Ante el porvenir no vale cruzarse de brazos ni mirar desde las gradas lo que se juega para la humanidad, sus incontables víctimas, los millones de migrantes y refugiados, las grandes desigualdades sociales de las ciudades, el éxodo constante de los campos que se marchitan… Todo eso bajo la mirada de un sistema que se jacta de los avances y maneja en marketing las aspiraciones de felicidad de todos y todas.


     

    En la Iglesia se escucha un grito que multiplican hombres y mujeres comprometidos con la vida de los más vulnerables e indefensos, de la madre tierra que se resiente de los absurdos mecanismos de explotación.


    Y a la pregunta de cómo será la Iglesia que ha de surgir de todo esto, ya se formulan respuestas: la Iglesia doméstica, que tiene su fundamento en los bautizados y es el origen y está en la base de las primeras comunidades cristianas. La Iglesia samaritana, para socorrer a los que el coronavirus va dejando heridos al borde de los caminos. Una Iglesia que testimonia la esperanza con su disponibilidad para traducir el amor en servicio, como fidelidad al Señor.

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