Nihil
Obstat | Martín Gelabert Ballester
Vida
consagrada, parábola de fraternidad
Desde
hace 25 años, cada dos de febrero, la Iglesia celebra la Jornada de la Vida
Consagrada. Al instituir esta Jornada, Juan Pablo II indicó que los religiosos
no sólo tenemos una historia que contar, sino, sobre todo, una gran historia
que construir. No se trata, pues, de celebrar las glorias del pasado, sino de
sentirnos estimulados a construir un presente y un futuro de fraternidad hacia
dentro y de servicio hacia fuera, todo ello sostenido por la oración, o sea,
por la relación personal y comunitaria con el Dios del Amor, que nos llama a
reproducir en nuestras comunidades su misterio de amor, por el que las tres
divinas personas se aman en el íntimo misterio de la comunión trinitaria.
La
Jornada de este año lleva por lema: “la vida consagrada, parábola de
fraternidad en un mundo herido”. El lema se hace eco de la condición llagada
del ser humano y de la creación entera y busca ofrecer un signo de contraste
ante esta situación. ¿La vida consagrada es de verdad una parábola de
fraternidad? ¿Se realiza en ella la llamada apremiante de Francisco en su
última encíclica: todas y todos hermanos? En nuestros días sentimos la herida
del mundo en una epidemia que no cesa, pero también en otras epidemias, en
tantos heridos por falta de pan, de techo, de calor humano; tantos heridos por
adiciones, drogas, mal uso de la libertad.
La
“parábola de la fraternidad” tiene una doble dimensión, hacia dentro y hacia
fuera. Si nuestras comunidades no son lugares de fraternidad, de servicio
mutuo, de perdón mutuo, de alegría compartida, de bienes compartidos, dejan de
ser parábola, para convertirse en escándalo. También aquellas y aquellos que
tienen una vocación “más solitaria”, pueden y deben vivir la fraternidad, pues
como bien dice uno de los himnos de la liturgia, donde hay un cristiano “no hay
soledad, sino amor, pues lleva toda la Iglesia dentro de su corazón. Y dice
siempre ‘nosotros’ incluso si dice: yo”.
Ahora
bien, una fraternidad que se queda sólo en el interior de nuestras comunidades
o grupos, es un simulacro de fraternidad. El amor fraterno no excluye a nadie,
tiene dimensiones universales. Por eso, una comunidad de consagradas y
consagrados es el lugar donde se vive y realiza aquello mismo que luego esos
consagrados quieren extender por el mundo. Desde esta perspectiva hay que
considerar las obras evangélicas con repercusiones sociales que realizan tantas
y tantos consagrados.
Sin duda,
en la vida consagrada hay gente débil, pero también hay muchas fortalezas. A
veces, los consagrados nos equivocamos y hasta pecamos, pero también los hay
que hacen mucho bien. Toda luz tiene sombras, pero las sombras hacen que
resalte la luz. Eso de las “jornadas” (de la mujer trabajadora, de la infancia
abandonada, de los derechos humanos, de tantas cosas) no son cosa de un día.
Son un recordatorio de una realidad importante que debe marcar toda una vida y
realizarse todos los días.
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