La Pascua | Julio Lois
El reino llega por la resurrección
La promesa del Reino que llega como oferta de una
manera enteramente nueva de vivir se ha realizado ya en Jesús resucitado,
aunque tal realización haya tenido lugar de forma distinta a la esperada,
pasando por el fracaso histórico de la cruz. Pablo puede exclamar que todas las
promesas, pese al escándalo de la cruz, han recibido en Jesús su amén, su
confirmación (cf. 2 Cor 1,20).
¿Qué ha cambiado en el mundo?
Pero ante esa afirmación de nuestra fe cristiana
parece alcanzarse un obstáculo insalvable. ¿Dónde está ese Reino que decimos
que ha llegado con Jesús resucitado? ¿No sigue el mundo irredento?
Parece necesario decir con claridad que lo que en
el Resucitado se ha realizado ya con plenitud no es mas que el inicio
anticipado de una plenitud final que, como es dolorosamente obvio, todavía no
se ha cumplido. Aunque sea verdad que el Reino está efectivamente entre
nosotros y por eso, como indican Pablo y Juan, ya es posible pasar de la muerte
a la nueva vida, su realización definitiva, que como sabemos y recordaremos más
adelante, nos implica a todos los seres humanos y a la creación entera, sigue
siendo Promesa sostenida por la esperanza.
Persiste la presencia del mal
El Reino ha irrumpido ya con la resurrección de
Jesús y en ella se ha anticipado, como en vislumbre luminoso, su triunfo pleno,
de alcance universal. Pero mientras esa irrupción no eclosione en plenitud
final la historia sigue confrontada con la presencia perturbadora del mal.
Precisamente por eso, los seguidores y seguidoras del Resucitado, intentando
ser fieles a la memoria viva de la cruz de Jesús, queremos mantenernos
informados por una activa esperanza, al servicio de ese Reino con nuestro
anuncio y nuestro compromiso, sabiendo que la posibilidad de confrontarse con
el fracaso histórico no puede debilitar el seguimiento del crucificado.
Sin hacer apología del fracaso sabemos que el
avance de ese Reino sigue pasando por la cruz. Pero sabemos igualmente que los
signos de novedad que presagian la plenitud final esperada pueden ya
multiplicarse entre nosotros a lo largo de esta historia.
Reino presente, pero no en plenitud
Podemos y debemos hablar del “todavía no” del
triunfo final del Reino, o, si se quiere, de la “irredención” del mundo
presente. Pero podemos y debemos también hablar, por paradójico que resulte,
del “ya sí” de ese mismo Reino en un mundo redimido en su raíz. Hablar y
ponernos a su servicio con una esperanza que nos remite, por una parte, a esta
historia, con el encargo de multiplicar esos signos de novedad que lo hacen ya presente,
y, por otra, a esa plenitud final anticipada en la resurrección, en la que,
según la promesa que de ella brota,
Dios será todo en todas las cosas (cf.1 Cr 15,28).
Esa tensión generada por la esperanza que brota de
la resurrección está muy bien expresada por H. Kessler: “En las personas que se
han entregado a Jesucristo reina su amor abnegado, reconciliador y vivificador,
frente a los poderes no aceptan la desaparición, iniciada con la resurrección
de Jesús; oponen una resistencia
pertinaz y, como puede parecer a veces, cada vez más encarnizada.
Como ambas cosas son realidad: el triunfo cierto y la lucha persistente, la
cruz y la resurrección, el masoquismo es tan imposible como el triunfalismo
para el cristiano. Ni la teología de la muerte puede absorber la resurrección
ni la teología de la resurrección puede disolver la cruz. la cruz y la
resurrección constituyen una unidad diferenciada y por eso forman una secuencia
no invertible. El camino pasa por la lucha, el sufrimiento, la pasión, y la cruz,
pero lleva a la gloria (Rom 8, 18; 1 Pe 4, 12 ss)”.
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