Evangelización | Evangelii Gaudium
La dulce y confortadora alegría de evangelizar
El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia
auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier
persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las
necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla.
Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más
que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas
expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de
mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16).
La vida se acrecienta dándola
La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no
con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los
que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar
vida a los demás». Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace
más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización
personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se
alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es
en definitiva la misión».
La actitud del evangelizador
Por consiguiente, un evangelizador no debería tener
permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce
y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre
lágrimas […]. Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces
con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores
tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del
Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí
mismos, la alegría de Cristo”.
Una eterna novedad
Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a
los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad
evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios
que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus
fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán
con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is
40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y
para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es
siempre joven y fuente constante de novedad.
La fuente de la sabiduría
La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad
de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía
san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan
profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar
más adentro». O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha
traído consigo toda novedad». Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra
vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades
eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede
romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos
sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a
la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos
caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes,
palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad,
toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
Jesús, primer evangelizador
Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa,
sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es
ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el
primero y el más grande evangelizador». En cualquier forma de evangelización el
primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e
impulsarnos con la fuerza de su Espíritu.
La iniciativa de Dios
La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente
quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y
acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse
siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y
que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite
conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma
nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
La memoria agradecida
Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión
como un desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos
lanza hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que podríamos
llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la
Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más
en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el
trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los
Apóstoles jamás olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era
alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39).
Memoria de quienes nos evangelizaron
Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una
verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se destacan algunas
personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo
creyente: «Acuérdense de aquellos dirigentes que les anunciaron la Palabra de
Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos
iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe
que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es
fundamentalmente «memorioso».
La alegría del Evangelio. Introducción. II (nn. 9-13).
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