Meditación | Ciudad
del Vaticano
No abandonarse al fluir de los eventos
Hoy quisiera detenerme en aquella dimensión de la
esperanza que es la espera vigilante. El tema de la vigilancia es uno de los
hilos conductores del Nuevo Testamento. Jesús predica a sus discÃpulos: «Estén
preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que
esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue
y llame a la puerta» (Lc 12,35-36).
En este tiempo que sigue a la resurrección de Jesús,
en el cual se alternan en continuación momentos serenos y otros angustiantes,
los cristianos no descansan jamás. El Evangelio exige ser como los siervos que
no van jamás a dormir, hasta que su señor no haya regresado.
Este mundo exige nuestra responsabilidad, y nosotros
la asumimos toda y con amor. Jesús quiere que nuestra existencia sea laboriosa,
que no bajemos jamás la guardia, para recibir con gratitud y maravilla cada
nuevo dÃa donado por Dios.
Cada mañana es una página blanca que el cristiano
comienza a escribir con las obras de bien. Nosotros ya hemos sido salvados por
la redención de Jesús, pero ahora esperamos la plena manifestación de su
señorÃa: cuando finalmente Dios será todo en todos (Cfr. 1 Cor 15,28). Nada es
más cierto, en la fe de los cristianos, de esta cita, este encuentro con el
Señor, cuando Él regrese. Y cuando este dÃa llegue, nosotros cristianos
queremos ser como aquellos siervos que han pasado la noche ceñidos y con las
lámparas encendidas: es necesario estar listos para la salvación que llega,
listos para el encuentro.
Ustedes, ¿han pensado cómo será este encuentro con
Jesús, cuando Él regrese? ¡Será un abrazo, una alegrÃa enorme, un gran gozo!
Debemos vivir en espera de este encuentro. El cristiano no está hecho para el
aburrimiento; en todo caso para la paciencia. Sabe que incluso en la monotonÃa
de ciertos dÃas siempre iguales está escondido un misterio de gracia.
Existen personas que con la perseverancia de su amor
se convierten en pozos que irrigan el desierto. Nada sucede en vano, y ninguna
situación en la que un cristiano se encuentra inmerso es completamente
refractaria al amor. Ninguna noche es tan larga como para hacer olvidar la
alegrÃa de la aurora. Y cuando más oscura es, más cerca está la aurora.
Si permanecemos unidos a Jesús, el frio de los
momentos difÃciles no nos paraliza; y si incluso el mundo entero predicara
contra la esperanza, si dijera que el futuro traerá sólo nubes oscuras, el
cristiano sabe que en ese mismo futuro existe el regreso de Cristo.
¿Cuándo sucederá esto? Nadie sabe el tiempo, no lo
sabe, pero el pensamiento de que al final de nuestra historia está Jesús
Misericordioso, basta para tener confianza y no maldecir la vida. Todo será
salvado. Todo. Sufriremos, habrá momentos que suscitan rabia e indignación,
pero la dulce y poderosa memoria de Cristo expulsará la tentación de pensar que
esta vida es equivocada.
Después de haber conocido a Jesús, no podemos hacer
otra cosa que observar la historia con confianza y esperanza. Jesús es como una
casa, y nosotros estamos adentro, y por las ventanas de esta casa vemos el
mundo. Por esto, no nos encerremos en nosotros mismos, no nos arrepintamos con
melancolÃa de un pasado que se presume dorado, sino miremos siempre adelante, a
un futuro que no es sólo obra de nuestras manos, sino que sobre todo es una
preocupación constante de la providencia de Dios.
Todo lo que es oscuro un dÃa se convertirá en luz. Y
pensemos que Dios no se contradice a sà mismo. Jamás. Dios no defrauda jamás.
Su voluntad en relación a nosotros no es nublada, sino que es un proyecto de
salvación bien delineado: «porque Él quiere que todos se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).
Por lo cual no nos abandonemos al fluir de los eventos
con pesimismo, como si la historia fuese un tren del cual se ha perdido el
control. La resignación no es una virtud cristiana. Como no es de los
cristianos levantar los hombros o agachar la cabeza ante un destino que nos
parece ineludible. Quien trae esperanza al mundo, Jesús, nos pide esperarlo sin
estar de brazos cruzadas: «¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra
velando a su llegada!» (Lc 12,37).
No existe un constructor de paz que no haya
comprometido su paz personal, asumiendo los problemas de los demás. Este no es
un constructor de paz: es un ocioso, un acomodado. No es constructor de paz
quien, al final de la cuenta, no haya comprometido su paz personal asumiendo
los problemas de los demás.
Porque el cristiano arriesga, tiene valentÃa para
arriesgar para llevar el bien, el bien que Jesús nos ha donado, nos ha dado
como un tesoro. Cada dÃa de nuestra vida, repitamos esta invocación que los
primeros discÃpulos, en su lengua aramea, expresaban con las palabras
Marana-tha, y que lo encontramos en el último versÃculo de la Biblia: «¡Ven,
Señor Jesús!» (Ap 22,20).
Es el estribillo de toda existencia cristiana: en
nuestro mundo no tenemos necesidad de otra cosa sino de una caricia de Cristo.
Que gracia sÃ, en la oración, en los dÃas difÃciles de esta vida, sentimos su
voz que responde y nos consuela: «¡Volveré pronto!» (Ap 22,7).
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