Modelos y Símbolos | Adriana Valerio, Historiadora y Teóloga
María educadora, maestra de la redención
En mayo de 2011 se publicó Ave Mary, el libro de
Michela Murgia, que logró un enorme éxito. La escritora señalaba con lucidez
cómo la imagen de la Virgen se había difundido a lo largo de los siglos como un
modelo de modestia y sumisión que aguantó los sacrificios y la violencia. Esta
crítica no era nueva. Ya la filósofa Simone de Beauvoir, en El segundo sexo de
1949, había considerado que María retrataba la “derrota de la mujer” porque
presentaba a una madre que “se arrodilla ante su hijo, reconociendo libremente
su propia inferioridad”; y años después la antropóloga Ida Magli, en la misma
línea, destacó la construcción cultural del mito mariano en su estudio La
Madonna. Producto de la imaginación masculina. La figura simbólica de María, a
veces celebrada por encima de la del mismo Cristo, había sido exaltada por el clero
célibe como la encarnación de lo femenino encajando así en el contexto
patriarcal de la sociedad cristiana que, al mismo tiempo, marginaba a las
mujeres.
Esas críticas provocadoras, han puesto de relieve
las manipulaciones de la imagen de la Madre de Jesús y han pesado mucho en la
formación de la mujer. Ese “sí” de María (Lc 1,38) había sido tradicionalmente
interpretado y propuesto por los grandes predicadores y padres espirituales
como modelo de modestia para los cristianos que en la Virgen debían ver la
figura silenciosa y acogedora por excelencia, una imagen paradigmática del ser
mujer. La Virgen se convirtió así en el prototipo de aceptación humilde, no
solo para las consagradas llamadas a soportar todas las mortificaciones, sino
también para las laicas, adoctrinadas desde niñas en la catequesis de las
parroquias, y como adultas, tanto en el secreto del confesionario como en
homilías u otro tipo de predicación. E incluso la imagen desgarradora de la
Madre, aplastada por el dolor por la muerte de su Hijo, se había convertido en
un icono del sufrimiento indefenso y la derrota humana.
había sido tradicionalmente interpretado y
propuesto por los grandes predicadores y padres espirituales como modelo de
modestia para los cristianos que en la Virgen debían ver la figura silenciosa y
acogedora por excelencia, una imagen paradigmática del ser mujer. La Virgen se
convirtió así en el prototipo de aceptación humilde, no solo para las
consagradas llamadas a soportar todas las mortificaciones, sino también para las
laicas, adoctrinadas desde niñas en la catequesis de las parroquias, y como
adultas, tanto en el secreto del confesionario como en homilías u otro tipo de
predicación. E incluso la imagen desgarradora de la Madre, aplastada por el
dolor por la muerte de su Hijo, se había convertido en un icono del sufrimiento
indefenso y la derrota humana.
Hoy las teólogas feministas, conscientes de
algunos aspectos distorsionados y discriminatorios de esta educación y de la
exaltación de Nuestra Señora que no han llevado a un cambio sustancial de los
roles femeninos en la Iglesia, se preguntan si todavía puede ser considerada un
ejemplo para las mujeres, representar una nueva humanidad que sufre y aspira a
la libertad, ser como una “hermana” en la fe y la lucha, un sujeto de
emancipación y redención, y, finalmente, si puede ser sujeto de formación para
una nueva identidad femenina.
En primer lugar, hay que reconsiderar que María no
es un modelo que proponer solo a las mujeres ni un icono de aceptación
silenciosa y pasiva. Es testigo activo de la fe y lo es para todos los
creyentes. El mismo Lutero, que había combatido las desviaciones del culto
mariano muchas veces degenerado en superstición, había escrito el Comentario
sobre el Magnificat considerando a la madre de Jesús como modelo de vida
cristiana, objeto de pura gracia de Dios, discípula que seguía a Cristo y un
símbolo de la Iglesia, madre y educadora. El Corán exalta sus virtudes,
señalándola como la verdadera creyente a la que debemos honor y respeto, un
punto de referencia espiritual para todos los musulmanes, y no solo para las
mujeres.
En segundo lugar, hay que recuperar el papel
formativo que desempeñó en la vida de Jesús. Acercarnos a la judeidad de la
familia de Nazaret hoy nos ayuda a re- descubrir la figura de “María
educadora”, decisiva en el desarrollo de la personalidad de Jesús. En la
cultura judía se encomendaba a la madre la tarea de la educación religiosa. Era
ella quien tenía un puesto dominante en el hogar, considerado un pequeño
templo; era suya la tarea de santificar la familia a través de la práctica de
los preceptos relacionados con la liturgia doméstica y los rituales del sábado
con el encendido de las velas, signo del don de la vida y de la paz y la
alegría. Si Jesús es ese hombre armonioso, íntegro y solidario, sabemos que se
lo debemos a su madre.
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