Espiritualidad bíblica | Asamblea
Eclesial
Algunos criterios
bíblico/teológicos:
¿Qué es la escucha?
Escuchemos tanto el clamor
de la tierra como el clamor de los pobres (Cf. LS 49) El verbo “escuchar”
proviene del hebreo shama`, que también puede ser traducido por “oír”,
“obedecer”, con el sentido de “poner atención”, “estar atento”, “oír
críticamente”, “examinar con detenimiento”… En el Antiguo Testamento aparece
unas 1,050 veces, cifra que nos indica su importancia. Numerosos pasajes
testifican que la Palabra de Dios entra por el “oído”: shama` Israel = “escucha
Israel…” (Dt 6,4).1 En este sentido, la revelación bíblica se concentra, de
manera especial, en la Palabra que Dios dirige al hombre y a la mujer, de quienes
espera apertura del corazón.
Cuantas más voces de identidad diferente se levanten, más se exigirá, de la comunidad destinataria, un discernimiento (Gn 3,8-13)
Al abrir la Sagrada
Escritura nos encontramos la Palabra de Dios “aconteciendo”, obrando,
I.-operando. Desde el primer capítulo del Génesis se destaca el sentido
teológico de la escucha. Dios habla, y hasta el “caos” (Gn 1,1) obedece;
dándose el salto de la “confusión” a la “armonía”: Dijo Dios: “haya luz, y hubo
luz”… (1,3). La escucha llega a su culmen con un humilde acto de obediencia
ante la voz autorizada. En esta dinámica de la creación, el punto fundante, o
radicalmente orinario, se encuentra cuando el Padre se dirige a la corte
angelical celeste, o en clave católica, a las otras dos personas de la
Trinidad, diciendo: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza
nuestra” (1,26). De esta manera, la misma Trinidad se convierte en paradigma o
escuela de escucha/obediencia; virtudes donde florece la bendición (1,28).
Con la creación del ser humano
y su particularidad identidad, ser “imagen y semejanza trinitaria”, la escucha
adquiere nuevas dimensiones: quien escucha, ahora, puede responder con su
propia palabra, con su libertad y autonomía, con su pensamiento y creatividad…;
gestándose, en este sentido, el arte de dialogar. Nace el diálogo del ser
humano con él mismo (Gn 2,3), con los demás (Gn 3,1-7; 16,1-2), con la
naturaleza (Sal 8), y con Dios (Gn 3,8-24).
La revelación bíblica se concentra, de manera especial, en la Palabra que Dios dirige al hombre y a la mujer, de quienes espera apertura del corazón
En el relato, también
aparece la “palabra extraña”, aquella que invade la Palabra creadora,
contradiciéndola, confundiéndola, creando sospecha y quebrantando el orden y la
armonía soñadas: “…Es que sabe muy bien que el día en que coman de él se les
abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5).
Lejos de ser ingenua, esta “palabra” encierra el firme propósito de seducir,
también por el oído, hacia su propio horizonte de lógica y comprensión
“ideológica”. No pocas veces, también se presenta, personalizada, en medio de
la asamblea formada por los hijos y las hijas de Dios; llega sin ser invitada,
y de manera sutil, incluso discreta, disponiéndose a sembrar lo suyo (Cf. Jb
2,1).
Sin embargo, en contextos
donde “voces extrañas” se esfuerzan por dominar el espacio, la Palabra de Dios
permanece firme y estable, “poderosa”, “cortante”, “penetrante” (Cf. Hb 4,12);
“enseña”, “corrige”, “instruye en justicia” (Cf. 2Tm 3,16- 17); es “intachable”
(Cf. Sal 18,30), “justa” (Cf. Sal 33,4), “pura”, “purgada”, “sincera” (Cf. Sal
12, 7); “lámpara para el sendero” (Cf. Sal 119,105). El Señor, nunca desiste ni
se cansa de ofrecerla, manteniendo la confianza de que será escuchado: “¡Ojalá
me escucharas, Israel!” (Cf. Sal 81,8). Cuantas más voces de identidad
diferente se levanten, más se exigirá, de la comunidad destinataria, un discernimiento
(Gn 3,8-13).
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