Espiritualidad | Miguel A. Munárriz/FA
Amarás a Dios
Mc
12, 28-34
«Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas»
A
Dios se le puede temer, se le puede adorar, se le puede aplacar, pero,
¿realmente se le puede amar?... Las religiones primitivas consideraban a los
dioses gente peligrosa, poco de fiar, a la que había que mantener alejada y
calmada. El amor a Dios no tenía en ellas el menor significado.
En
el Antiguo Testamento se formula por primera vez el mandamiento de amar a Dios,
pero es un mandamiento raro, porque la imagen que el pueblo judío tiene de Dios
no invita a amarle. ¿Acaso se puede amar al Juez que nos castiga por nuestros
pecados? ¿O al Señor que reparte bendiciones entre una minoría de elegidos y
olvida que la gran mayoría de su pueblo vive marginada y depauperada?...
Jesús
nos da una excelente razón para amar a Dios: Es nuestra madre. Y además, sus palabras
están avaladas por sus hechos, pues en ellos se transparenta el corazón de un
Dios que nos quiere con locura y que nos invita a responder con amor a los
demás. Es una imagen preciosa que invita a amarle, pero su mera aceptación
intelectual no es suficiente para mover en nosotros un sentimiento reconocible
de amor a Dios.
Es
lógico pensar que para amar a Dios es necesario conocerle, tratarle y mantener
abiertos unos cauces de unión con Él, y esto se logra a través de la oración.
Dicen que quien se acerca al fuego se va calentando, y quien se acerca Dios a
través de la oración irá sintiendo su calor, su amor y un creciente amor por
Él. El papel de Jesús es mostrarnos a Abbá para que nos sintamos movidos a
amarle, pero el resto del trabajo es nuestro.
Ahora
bien, el problema de conocer a Dios es el mismo que el de conocer a los otros;
tratamos de hacerlo a base de asertos, con el conocimiento, y ése no es el
camino. Los místicos lo hacen desde lo más íntimo de su ser, y la unión con
Dios alcanza en ellos la máxima expresión. El místico prescinde del intelecto,
reemplaza el pensamiento por la experiencia de la unión con Dios, y ahí se
produce el verdadero conocimiento y la plenitud en el amor. Los místicos
describen esta experiencia como la de un enamorado en presencia de su amada.
El
paradigma del cristiano es amar a Dios, sentirse amado por Él y responder a ese
amor con amor a los demás, pero me temo que muchos de nosotros no estamos
capacitados para vivir esa experiencia. Y no lo estamos por nuestra incapacidad
para orar; para olvidar un rato el mundo que nos rodea y nos aturde con sus
reclamos, y elevar el corazón a Dios en la oración.
Por
eso, aunque el evangelio de hoy distingue muy bien entre el amor a Dios y el
amor al prójimo, muchas veces debemos conformarnos con canalizar nuestro amor a
Dios a través del amor al prójimo. Como decía Ruiz de Galarreta «Dios no
necesita nada de nosotros, pero tiene hijos que sí nos necesitan».
Publicado
por Feadulta.com
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