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    viernes, 1 de octubre de 2021

    Ambivalencia de la culpa (II)


    Pensamiento | François Euvé/LCC

     


    Ambivalencia de la culpa (II)

     

    Ambigüedad del juicio

    La responsabilidad conduce a formular un juicio. Saber tomar una decisión es esencial para toda vida humana, que se forma según los actos efectivamente realizados. Es la manifestación de la libertad que construye la persona: «El verdadero acto libre de un hombre es aquel con el cual se elige a sí mismo»[9]. Obrar implica una elección entre diversas alternativas que a menudo se pueden reducir a dos. Es importante no quedarse en la indecisión, como dice el Evangelio: «Que la palabra de ustedes sea “sí” cuando es sí y “no” cuando es no» (Mt 5,37). Tomar una posición significa salir de la vaguedad, donde todo es equivalente. Significa abandonar la indecisión, la actitud – tal vez más cómoda, pero a la postre insatisfactoria – del espectador que no se compromete. Significa atribuir una dimensión histórica al tiempo: ahora hay un antes y un después del momento de la decisión.

     

    El juicio es necesario, pero nunca está seguro de dar con la verdad. Su carácter binario debe llamar la atención sobre este punto. Este da la impresión de que las situaciones se reducen a la alternativa del sí y del no. La lógica es operativa (es una lógica de la acción), pero desprecia la complejidad real. El espectador que no se compromete puede ser, con razón, más sensible que el «hombre de acción» a esta complejidad, a la excesiva cantidad de parámetros que se deben tener en cuenta antes de «decidir». Esta reserva es legítima; es problemática si lleva a no comprometerse en la acción, pero tiene sus motivaciones.

     

    El problema aparece cuando el actuar encuentra sus propios límites. El hombre de acción está dominado por un sentimiento de omnipotencia. Hemos visto que el cristianismo parece alentar este sentimiento, cuando presenta al hombre como creado a imagen de un Creador libre y omnipotente, llamado a «subyugar» y a «dominar» a las demás criaturas (cfr Gn 1,28).

     

    Tarde o temprano, toda acción real tropieza con sus límites, que pueden ser externos (resistencia del objeto de la acción) o internos (debilidad, enfermedad) y que provocan cierta impotencia. La experiencia de los límites puede motivar una toma de conciencia sobre la ambivalencia del poder, que a veces se ejerce en detrimento de los demás, incluso sin que nos demos cuenta. Enunciar una ley que limite el campo de acción protege al débil de la destemplanza del fuerte. Es el sentido de varios mandamientos bíblicos, que se pueden reducir al siguiente: «No codiciarás los bienes ajenos». La prohibición es un elemento fundamental del camino educativo, para hacer comprender al niño que no está solo en el mundo.

     

    El sentimiento de culpa deriva de la transgresión de estos límites. Realizar un acto prohibido nos hace sentir culpables. Ahora bien, ¿hay algún acceso a la humanidad que no implique también una superación de los límites, una forma de transgresión? Un elemento como ese se encuentra en el inicio del cristianismo, en su relación con la ley judía. Los Hechos de los Apóstoles narran que Pedro tuvo una visión que lo invitaba a comer animales considerados impuros de acuerdo a esa ley (cfr Hch 10). ¿Cómo osar transgredir un mandato divino tan fundamental? Pero Pedro se da cuenta de que la obediencia de esta ley le impide entrar en contacto con los «paganos», que podrían beneficiarse de la buena nueva de la salvación.

     

    De la persona a la relación

    El problema de la culpa no puede permanecer encerrado en una perspectiva individual, que tiende a asegurar su propia salvación con el dominio de su propio destino. «Todo ideal dirigido hacia una perfección y a un absoluto dentro de sí, se opone a lo relacional, que es siempre relativo a alguien, impredecible, y por tanto no controlable antes del encuentro»[10]. No se puede ser juez de sí mismo. Karl Barth no duda en escribir: «Bajo cualquier forma, el pecado deriva de la obstinación del hombre a ser el juez de sí mismo»[11]. El juicio es un camino a la vez individual, porque requiere una toma de posición, un compromiso de la persona con su palabra, y relacional, en la medida en que la persona existe solo en relación con los demás. Jesús juzga «según la verdad», porque «no está solo» (cfr Jn 8,16).

     

    El juicio de Dios es de este tipo. Dios no es el mejor juez de nuestros actos porque es omnisciente. Significaría proyectar en él una imagen de transparencia total. Conviene rechazar esta imagen del «Dios que observa», entendido a menudo como acusador. Recuérdese los célebres versos de Victor Hugo: «debajo de esa tumba inhabitable, / el ojo estaba fiero, inexorable… / ¡y miraba á Caín!». Es significativo que en diversas iglesias Dios, el invisible, sea representado como un ojo único al centro de un triángulo («ver sin ser visto»). Sartre rechazaba con razón esta figura «divina», en realidad idólatra, en la medida en que es una proyección de imágenes humanas: «La mirada ansiosa e inquisidora expropia a tal punto que el ser entero es reducido a ser solo un espectáculo para los otros»[12].

     

    Nuestra vida se desarrolla bajo la mirada de los demás. El niño actúa y juzga su acción bajo la mirada de los padres. ¿Cómo la recibe? ¿Es una mirada de aliento, que lo ayuda a dar sus primeros pasos, una mirada que llama, como Jesús que invita a Pedro a salir de la barca y caminar sobre el agua (cfr Mt 14,22-23), o es, en cambio, una mirada enjuiciadora, en la que el niño lee la diferencia entre lo que hace y lo que debería hacer? De estas primeras experiencias derivan representaciones que quedarán impresas en su memoria.

     

    Lo que distingue a quienes llamamos «santos» es la benevolencia que manifiestan hacia los demás. En el límite, es una incapacidad para ver los defectos de los demás[13], que invierte la rapidez por ver la «paja» en el ojo del hermano sin reparar en la «viga» que tiene el propio (cfr Mt 7,3). Destacar un defecto o una falta del otro implica ponerse por encima de él, convertirse en su juez, pero también significa llevar la relación a un nivel irremontable, por cuanto el juicio impide acceder a la plena solidaridad.

     

    El reconocimiento de una miseria común establece una «relación de fraternidad»[14]. Si el juicio aleja, la misericordia acerca. La violencia divide a la humanidad, al oponer a los hombres, unos contra otros. Responder con la violencia no hace más que agravar la división. La paz que surge no puede durar. Por otra parte, aceptar la violencia como un hecho dado, intrínseco a la condición humana, tampoco resuelve nada. Uno se priva entonces de cualquier medio para remediarlo. La actitud correcta es el rechazo de la violencia, que puede ser acompañada de la acogida del hombre violento en tanto ser humano, que no puede identificarse con su acto. Esa es la palabra del perdón, que une al juicio sobre el acto y la misericordia hacia su autor. En el relato evangélico, la violencia alcanza la cumbre al final, con el homicidio de un inocente «sin razón alguna», y revela así su verdadera naturaleza. A quienes quieren arrojarlo fuera de la comunidad humana, Jesús les responde con una palabra de perdón: esto quiere decir que él no quiere romper la relación, porque no es posible una vida humana auténtica que no busque establecer una comunión. Rezar por sus propios verdugos no significa negarse a ver el mal que ellos cometieron, ni tampoco es una prueba de debilidad por evitar el combate, significa más bien expresar la esperanza de un cambio posible. Al soldado que lo abofetea Jesús le responde con una pregunta: «Si he hablado mal, prueba qué está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23).

     

    A diferencia de la mirada omnisciente – que no quiere dejar nada en la sombra; que quiere explorar los rincones oscuros del alma; que impone su presencia insistente –, la mirada de Dios es una mirada que – por decirlo de algún modo – se retira, se ausenta. La presencia de Dios no se impone. En esto consiste su alteridad, su «trascendencia». No es un modelo que debamos reproducir servilmente, como un ídolo. «La paradoja de la religión cristiana – escribe Joseph Moingt – consiste en ser la institución de una ausencia»[15]. La historia de la primera comunidad cristiana, narrada en los Hechos de los Apóstoles, comienza con una partida, la «Ascensión». Los apóstoles continúan la historia de Jesús a su modo, en ausencia del «maestro». La ausencia física de Jesús invita a construir la propia historia, a pronunciar nuestras propias palabras, que no son el eco automático de un discurso escuchado. Retomar su modo de proceder no significa proceder «como» él, sino que significa prolongar su acción de manera nueva, creativa.

     

    Cuando el don recibido se vuelve parte de uno mismo, puede devolverse sin cargar en el beneficiario la imitación, como si fuese una deuda que obliga a devolver el equivalente. El don es «inestimable», porque no cabe en una escala de medición cuantitativa. El donante está presente en el don, no como una figura que impone su presencia pasada en la forma de modelo, sino como una figura nueva, inédita.

     

    La noción de culpa, aunque sea ambivalente por naturaleza, acompaña necesariamente el crecimiento de la persona humana. Esta «desempeña un papel insustituible»[16], pues señala que no se alcanza la humanidad auténtica sin una relación con el otro: relación que siempre es compleja, ambigua, marcada en parte por el fracaso, y, por lo tanto, acompañada de un sentimiento de culpa. La relación es multiforme. Si lo que está en juego es el acceso a sí mismo, la capacidad de autoafirmación y de adquirir una autonomía real, de hablar «en primera persona», ello está unido siempre a la relación con otras instancias, personas, sociedades (con sus tradiciones y leyes), la naturaleza, y, finalmente, a Dios, como lo «totalmente Otro». El deseo de ser sí mismos, de querer echar mano solo a recursos propios, terminaría inevitablemente en una sensación de vacío. El ser humano no puede, más que de manera imaginaria, construirse a sí mismo. Sería la «libertad humana atrapada en su propio vértigo»[17], en la que ya no habrían límites para la infinitud del deseo.

     

    Sería inútil querer eliminar toda culpa y restaurar la inocencia perdida. La culpa es un estado de las cosas. Un umbral nos separa del estado paradisíaco, cuyo ingreso está custodiado por querubines con «una espada encendida que gira en todas direcciones » (Gn 3,24). No experimentar ningún sentimiento de culpa sería quedar encerrados en el propio imaginario de omnipotencia. La reconciliación no está en el retorno a un origen soñado, sino en la dirección de un futuro esperado, cuyos primeros frutos ya son reconocibles.

     

    Si la culpa es el signo de una relación viva, por lo tanto vulnerable, sería ilusorio superarla solo a partir de uno mismo. Los procesos de autojustificación conducen a un callejón sin salida, o refuerzan el sentimiento de culpa, cuando se descubre que las razones invocadas son inconsistentes. Autojustifiación y autodenigración (el remordimiento) tienen la misma consecuencia. Uno no puede juzgarse ni salvarse a sí mismo. Solo el intercambio de palabras restablece la relación alterada y vuelve a abrir la situación bloqueada.

     

    Este intercambio trae consigo dos tipos de palabras: la confesión y el perdón, ambas necesarias, y de las que no se puede decir cuál debe preceder a la otra. El perdón no está más condicionado por la confesión que la confesión lo está por el perdón. Ambos se fortalecen mutuamente. La confesión es mucho más profunda si está animada por una palabra de perdón incondicional. Y el perdón es mucho más sincero si puede fundarse en una confesión previa. Además, hay una doble confesión: la del amor y la de la culpa. «Confesarse a otro significa siempre declararle que lo amas y que te reconoces débil, impotente, culpable, indigno incluso del amor que le tienes y al que le pides ayuda para ser salvado»[18].

     

    Conviene renunciar a las grandes construcciones ideales, que fundan la esperanza en esquemas mentales, para tomar en consideración algunas situaciones concretas, por complejas que sean, de las personas en su singularidad irreductible. «Sentir en esta Tierra» es la más pura de las alegrías[19], porque la fragilidad de la existencia revela todo su peso y su valor. Debemos aceptar enfrentarnos con el enigma, o, incluso, con el «absurdo» de la existencia humana, sin soñar con soluciones simples y claras; debemos aceptar andar a tientas, equivocarnos. Pero el mensaje cristiano también nos invita a no perder de vista un horizonte «utópico». Si no existe una vía ya trazada para alcanzar la reconciliación universal, para hacer reinar la paz y la justicia, estos grandes ideales, presentes en el corazón de todos los hombres, permanecen como guías para la acción. La culpa puede recordarnos esto.

     

    Publicado por La Civiltá Cattolica

     

     

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