Espiritualidad | Miguel A. Munárriz/FA
No he venido a traer la paz
Lc
12, 49-53
«He
venido a prender fuego a la Tierra, y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo!»
Jesús
crece en el seno de una sociedad de desiguales; de gente aceptada por Dios y
gente rechazada por Él. Escucha en la sinagoga que Dios derrama bendiciones
sobre los puros y envÃa calamidades a esa gran mayorÃa del pueblo que se ve
condenada a una vida de miseria y exclusión por causa de sus pecados. A él se
le revuelven las entrañas ante la tragedia de aquella pobre gente rechazada y
desalentada, y se siente cada vez más incómodo dentro de esa fe que los condena
de por vida…
Y
se acaba rebelando.
Sale
de su casa y se echa a los caminos de Galilea a proclamar que Dios no es el
juez que nos castiga por nuestros pecados, sino el padre que nos ama
incondicionalmente como aman las madres. Sabe que esta concepción de Dios choca
de bruces con la de los letrados y los fariseos, pero no se arredra ni duda en
alimentar un permanente enfrentamiento con ellos que a la postre le iba a
costar la vida. Los tres primeros capÃtulos de Marcos muestran el grado de
confrontación que desde el principio provoca con su actitud.
A
aquella «chusma maldita que no conoce la Ley» —según expresión de los fariseos—
les dice que no son unos pobres desgraciados como todos aseguran, sino que
poseen la dignidad de hijos de Dios y son herederos de su Reino; que son los
más importantes a Sus ojos, por delante de los sacerdotes, los doctores y los
fariseos.
Y
no solo les habla, sino que cura sus enfermedades, les enseña y se ocupa de
ellos como nadie lo habÃa hecho jamás... Para aquellos mÃseros, malditos,
desarrapados, excluidos, marginados, empecatados, abandonados, ignorados, a
veces cojos o ciegos, casi siempre impuros, aquello es el reino de Dios en la
tierra. Ya no hay que esperar más; está allÃ, junto a ellos.
Y
quieren hacerle Rey.
Las
autoridades se sienten violentamente agredidas por ese impostor que arrastra
tras de sà a la gente, porque si lo suyo prevalece, todo su poder y su
influencia acabarán por desaparecer. Cuando sube a Jerusalén y ven el
entusiasmo que suscitan sus palabras, temen que su fuego se transmita a la
gente y haga arder la sociedad entera.
Y
se conjuran para matarlo.
En
definitiva, Jesús declara la guerra a la opresión, a la injusticia, a las leyes
injustas, y tienen que matarlo para que su fuego no calcine las estructuras de
Israel y a sus dirigentes con ellas. Nosotros en cambio somos gente de paz que
convivimos en muy buena armonÃa con la sociedad de consumo y la injusticia
atroz que ésta provoca; porque una cosa es tener fe en Jesús, y otra, muy
distinta, que esa fe altere demasiado nuestro modo de vida o perturbe nuestro
estatus…
Y
es que, como decÃa Ruiz de Galarreta: «Ni la Palabra nos quema por dentro, ni
nosotros hacemos arder a la sociedad».
Publicado
por Feadulta.com
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