Testimonios | RD
El tenor que
buscaba el éxito y encontró a Dios entre sus partituras
Eduardo Pérez
Orenes fue ordenado el 10 de septiembre en Murcia
(Diócesis de Cartagena). La historia vocacional de
este murciano de la Ermita de Burgos está íntimamente
relacionada con su conversión. «No he crecido en una familia de fe, pero me
bautizaron e hice la primera comunión; después no volví a la Iglesia hasta los
23 años», afirma. Su primera vocación fue el canto, comenzando los estudios en
el conservatorio superior de Murcia y llegando a participar hasta en doce coros
a la vez.
Asegura que lo
que más le gustaba era cantar, sobre todo música sacra, antigua, gregoriano,
«no iba a la iglesia por fe, pero sí a dar conciertos». Así despertó en él un
sentimiento ya que «lo más bello que cantaba se magnificaba cuando estaba en el
contexto». Las celebraciones litúrgicas le parecían «una cosa espléndida»
y durante sus actuaciones en los templos solo deseaba que lo que estaba
cantando se convirtiera en una expresión real, donde toda la belleza de los
textos se hiciera vida en él: «Fue un anhelo aquello que yo sentía, pero,
evidentemente, la fe es un regalo».
Continuaba su
vida de artista, llena de viajes, extravagancias y triunfos. Circunstancias que
le alejaban de aquella vida amable en la huerta en la que se había criado,
mientras solo vivía para su éxito: «Siempre estaba aspirando a algo más y,
cuando el corazón se te vuelve tan ambicioso, todo y todos se convierten en
herramientas para seguir consiguiendo más de lo que ya tienes. Todo tenía
que girar en torno a mí y a mi carrera exitosa, el prestigio y la fama. Ya no
quería a nadie y no era capaz de ver que ese estilo de vida me podría dejar
solo. Unos buenos amigos me salvaron de mi egoísmo».
Llegó a sus
manos un libro que le hizo comprender que todo lo que él amaba estaba en un
mismo lugar. Una vida de
amabilidad y cercanía que no había sentido en otros sitios en los que había
estado con sus conciertos. «Cuando uno sale necesita volver a sus raíces. Para
mí fue un shock darme cuenta de que esa manera de vivir en el amor y lo mejor
de la humanidad lo había dado la Iglesia, como una madre que da lo mejor a sus
hijos», recuerda. A través del arte, la música y los textos pudo descubrir lo
que sentía por la Iglesia a la que hasta ahora había dado la espalda.
Decidió
retomar las catequesis y se confirmó. Con su conversión terminó dedicando más
tiempo a la oración y a hablar con otros sobre la fe que al canto. «Hasta
entonces, en mi entorno nadie me había hablado de Dios y yo tenía sed de
descubrir más». Surgieron entonces inquietudes acerca de su verdadera
vocación planteándose consagrar su vida.
Mientras
terminaba el Grado en Canto, Eduardo llegó al seminario para poner en orden sus
ideas y nada más llegar sintió que sin duda ese era su sitio. «Vi que este era el mejor lugar donde
poner al servicio de los demás, como sacerdote, los dones que Dios me había
dado». Allí encontró un grupo de referencia, chicos jóvenes con las mismas
inquietudes que él. Destaca que durante su formación ha podido descubrir su
deseo de amar a los demás desde lo cotidiano y la importancia de estar cercano
a los problemas de otros.
En su etapa de
diaconado ha estado sirviendo en la parroquia de El Salvador de Caravaca de la
Cruz. Para su ordenación sacerdotal, el próximo 10 de septiembre, ha
elegido un versículo del Evangelio según san Juan: «Nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Esta elección
–cuenta– se debe a que desde que entró al seminario, ha sentido una llamada a
que su vida sea ofrecida por todos los que no creen en su entorno, por todos
aquellos que aún no han descubierto la fe.
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