La Iglesia Hoy | Antonio Aradillas
Curas y obispos
aborregados… y aborregadísimos
"La
sinodalidad no favorece al 'amén' sistemático"
Apresuradamente,
y con talante misericordioso, nos sale al encuentro el diccionario de la RAE
adoctrinándonos que sinónimos fieles y oficiales de “aborregarse” coinciden
con exactitud académica con “carecer de ideas y opiniones”, “poca voluntad
inteligencia o iniciativas propias” y que “se deja llevar fácilmente por
otros”. Las acepciones del “cielo cubierto de nubes blancas y redondas”, al
igual que la referente al “cordero que tiene uno o dos años”, son adyacentes al
pueblo – pueblo y a muchos “les suena a música celestial”.
Aborregarse,
en su extensa e intensa difusión humanística y cultural, es propio y específico
de las personas, tal y como adoctrinan los académicos, con la firma y
experiencia unánimes de quienes lo viven y lo padecen.
Y como lo
nuestro -RD- es fundamentalmente la Iglesia y cuanto con ella se relaciona, se
justifican cumplidamente, entre otras, estas consideraciones, en superior
proporción a como lo es en el resto de otras colectividades humanas, en su
pluralidad de versiones, colores, argumentos y fines. Es tristemente suficiente
con que el bien personal y el de los suyos prevalezca y se salve, aún a costa
de la definida esencialmente por la “Común Unión- sacramental, con nombre y
sobrenombre de Iglesia.
"Aborregados…
hasta el punto de celebrar, enaltecer y satisfacerles el grado de fervor de lo
que llaman 'voto de obediencia' en determinadas situaciones y casos"
Curas, obispos
y una buena porción de la feligresía están, se comportan y alardean de
aborregamiento, hasta el
punto de celebrar, enaltecer y satisfacerles el grado de fervor de lo que
llaman “voto de obediencia” en determinadas situaciones y casos.
De las
cofradías de aborregados forman parte importante, en número y en calidad, los convencidos
de que los enemigos de la Iglesia -y del papa Francisco- son los masones, los
judíos, los islamistas y los protestantes, viviendo ajenos a que los
verdaderos enemigos son y están dentro de la propia Iglesia, algunos revestidos
-¡y de qué forma atrofiada¡- de capisayos cardenalicios, monseñores y obispos,
sin faltar a la cita seglares y “seglaras” de toda la vida.
El sobrenombre
de aborregados dentro de la Iglesia -que no en sus periferias- lo lucen, quienes
tienen a gala pronunciar en los actos de culto y fuera de ellos, la
palabra AMÉN, en mayor número de veces y con sistemático y
creciente fervor, rehuyendo correr el riesgo de ser condenados, si lo hacen con
el NO o con “SÍ, pero”.
Para los
aborregados, todo cuanto
se ha dicho, se dice y se dirá en la Iglesia por quienes estén revestidos de ornamentos
sagrados, mitras y báculos, y desde sus sagradas cátedras y despachos
palaciegos, es “palabra de Dios”, sin pensar si lo son por ser, o
no, versículos del Evangelio. El culto que se le sigue rindiendo a determinadas
interpretaciones, no raramente es inculto y signo indeleble de aborregamiento
febril, decrépito y anticristiano.
El
aborregamiento sube de tono,
incultura, inhumanidad, falta de lógica, de sentido común y de Evangelio, al
centrarse en la relación Iglesia-mujer. En ella, la mujer-
queda a perpetuidad en el umbral de la institución, exiliada e impura, sin otra
opción que la de sierva – propiedad del varón -también curas y obispos-, en
casa, con la pierna quebrada y de por vida, portadora de su condición de
“pecado” y tentación para los “Adanes” que en el mundo han sido y serán,
censados o sin censar.
Aborregados
-aborregadísimos- hay que
ser, estar y comportarse en la Iglesia cuando, por definición “tradicional”,
intenta hacerse activa y presente en la vida con cuanto es y significa “progreso”,
aún en la más elevada de sus acepciones. Diagnóstico idéntico demanda al
proclamar ser pueblo y pobre, y no elevar a estos, solo por serlo, a las más
altas cimas de los altares. Sentirse orgullosos de las riquezas de las que es
poseedora la Iglesia y esgrimirlas como otros tantos “dones de Dios” y signos
de ser “obra divina”, equivale a abanderar el batallón de los aborregados y
“caiga quien caiga”.
En el contexto
real y objetivo de lo aquí referido, insinuado y sugerido, sobra
advertir que el papa Francisco y su obra predilecta de predicar la
sinodalidad esencial en la Iglesia, de la que depende su razón de ser, lo
tiene “crudo”. Casi imposible. No pocos curas y obispos quieren oír hablar
del sínodo, o a lo sumo, se limitan a rellenar cuestionarios. Y no lo hacen por
mala voluntad, sino porque no les enseñaron otra cosa y porque además no viven
de eso. No fue asignatura de la “carrera eclesiástica” que le prometieron, con
sus escalafones, títulos, dignidades y estipendios, con la seguridad semi
dogmática de ser así – solamente así- “fieles a la voluntad del Señor”.
La Iglesia
sinodal no es amiga de las concentraciones masivas, del “totus tuus”, del “santo súbito” y de las
canonizaciones” de prisa y corriendo” sin apenas quedar un polaco al que no se
le haya iniciado el proceso de beatificación.
La sinodalidad que entraña la idea de Iglesia,
por la que apostara Jesús y el actual sucesor del Apóstol Pedro, no
favorece aborregamientos de ninguna clase y condición. Su alimento son
los versículos de los evangelios, con rechazo de libros titulados “Alimento
espiritual para los borregos de Cristo” y otros itinerantes”, uno ya agotado y
otros encuadernados en piel.
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