Reflexión | Miguel Ángel Munárriz/FA
La novedad de Jesús
Mt
5, 17-37
«Habéis
oído que se dijo a los antiguos … pero yo os digo»
Hay
quien concibe el evangelio como culminación del antiguo testamento. Otros van
más lejos y hablan de ruptura, pero, en cualquier caso, es innegable la gran
novedad que supuso Jesús; una novedad tan patente y arrolladora, que el propio
Mateo —un escriba posiblemente de secta farisea— no tiene más remedio que
reconocer. Y aunque en el texto de hoy se hace un pequeño lío por tratar de ser
fiel a su tradición —«no he venido a abolir la ley…»—, se muestra más explícito
en su capítulo nueve donde compara a Jesús con el vino nuevo que rompe los odres
viejos.
Y
es que Jesús se está ofreciendo como alternativa a Moisés, y está pidiendo a
sus seguidores que superen el concepto de Ley y se abracen al evangelio. Les
viene a decir que no se trata de ser santos e irreprochables a los ojos de
Dios, sino de crear humanidad; que no se trata de cumplir una serie de
preceptos y tradiciones, sino de sentirse amados por Dios y responder amando,
sirviendo, perdonando…
Como
decía Ruiz de Galarreta: «La diferencia entre la ley y el evangelio es que la
ley deja a la persona a sus propias fuerzas, le pone preceptos que ha de
esforzarse en cumplir, le amenaza, le premia… mientras que el evangelio la
coloca ante el don de Dios, le hace conocer a su Padre, le convierte en hijo,
lo cambia por dentro… y ya no tiene que mandarle nada».
Sabemos
que la reacción de la gente ante este mensaje fue muy dispar. Aquellos que se
sintieron necesitados de ese Dios, le siguieron hasta el final. En cambio, los
ricos y acomodados estaban tan satisfechos tal como estaban que prefirieron al
Juez que da a cada uno según su mérito, porque a ellos ya les había juzgado y
—a la vista de la prosperidad de la que gozaban— les había declarado justos y
dignos de premio.
Los
escribas y fariseos lo rechazaron desde el principio y se posicionaron de manera
inequívoca en su contra. Y no les faltaba razón. Habían consagrado su vida al
Dios de Abraham, al Dios de Moisés, en definitiva, al Dios de la Tradición, y
aquella nueva doctrina era para ellos la mayor de las imposturas. No les cabía
duda de que aquel nazareno que la proclamaba era un impostor; además un
impostor peligroso, porque si lo suyo triunfaba, ellos, junto con los
sacerdotes, serían los más perjudicados.
Para
todo israelita la conversión a Abbá suponía abandonar al Dios de sus padres,
renunciar a la tradición de Israel y lanzarse al vacío… y sus mentes no estaban
preparadas para asimilar ese mensaje. Les entusiasmaba lo de Jesús, pero no
podían aceptar que aquello pudiese entrar en conflicto con sus creencias
milenarias. Por eso, todo cuanto le oían decir quedaba amoldado a la horma de
sus tradiciones, y acababa interpretándose más en clave política que religiosa…
Para
hacernos una idea de la novedad que en su tiempo supuso Jesús, baste pensar
que, veinte siglos después, nosotros, la Iglesia, no acabamos de digerir sus
palabras y retornamos, una y otra vez, al Dios juez justo y misericordioso que
va a juzgarnos y premiarnos por nuestras buenas acciones.
Publicado
por Feadulta.com
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