Pensamiento
| Teo Peñarroja
De Terminator a Doraemon
Dudo
mucho que las máquinas cobren conciencia, pero sà temo que perdamos el cuerpo.
Vivimos, cada vez más, a través de esos apéndices, los teléfonos, con los que
lo hacemos casi todo, incluso socializar o enamorarnos
Hay algo en
la naturaleza humana que está siempre esperando el petardazo definitivo,
el bum, bam, cabum que lo mande todo a freÃr churros.
Últimamente se piensa que las máquinas propiciarán ese particular apocalipsis.
Toneladas de sedimento cultural —ciencia y ficción— han configurado en el
último siglo una extraña forma de pensar: nos repugna la idea de morir
esclavizados por nuestras propias creaciones, pero no podemos apartar de ahÃ
nuestra imaginación.
Hace unos
meses le oà decir a un experto que, mientras en el eje Europa-Estados Unidos
vemos los avances tecnológicos bajo la forma de Terminator —la máquina asesina
de la pelÃcula homónima de 1984—, en el eje asiático bajo la influencia de
Japón tienden a verlos como un inofensivo Doraemon, un robot con forma de gato
azul cuyo objetivo es ayudar a los humanos con los aparatos misteriosos y casi
mágicos que saca de su bolsillo intergaláctico.
En general,
fluctuamos sin grandes complicaciones teóricas entre el mito de Terminator y el
de Doraemon. Mi tocayo Theodore Kaczynski, alias Unabomber, que ha muerto este mes en la cárcel, a los
81 años, fue un loco del mito de Terminator. Convencido de que la tecnologÃa
habÃa causado un mal irreparable a la humanidad, se fue a una cabaña en Montana
y se dedicó durante casi 20 años a mandar cartas bomba a universidades y
aerolÃneas, a quienes culpaba de la situación. Escribió un manifiesto
titulado La sociedad industrial y su futuro. En el otro extremo,
la presentación que Mark Zuckerberg hizo de Meta en octubre de 2021 —todo un
despliegue de confianza en las posibilidades del metaverso— es un caso
patológico de doraemonismo.
La semana
pasada tuvo lugar en Tokio la Exposición del Metaverso y la Realidad Extendida.
Los caballeros de la foto, atrapados por unas gafas, participan en ella. La
metáfora se escribe sola: a más realidad extendida, menos realidad real. Y ese
es el principal reto que enfrentamos, en mi humilde opinión, aunque si quieren
conocer planteamientos radicales sobre el sorpasso de
la inteligencia artificial (IA),
lean a Marcus du Sautoy o a Ray Kurzweill. Yo dudo mucho de que las máquinas
cobren conciencia —entre otras cosas porque la ciencia no comprende cómo
funciona la conciencia—, pero sà temo que perdamos el cuerpo. Vivimos, cada vez
más, a través de esos apéndices, los teléfonos, con los que lo hacemos casi
todo, incluidas actividades que requieren, en primera instancia, del cuerpo,
como socializar o enamorarnos. Contranatura; no somos puro espÃritu.
Vi un breve
documental —El fin de la realidad, producido por El Confidencial— que advertÃa de la posible
desaparición del concepto de documento. Si una fotografÃa de usted leyendo este
artÃculo ya no demuestra que lo leyó —porque puede haber sido generada por IA—,
ni su voz al teléfono tiene por qué ser usted, ¿qué valor hemos de dar al
documento? Solo nos quedarÃa la longitud de nuestros propios sentidos, y
entonces recuperarÃamos lo que es más propiamente nuestro: el aquà y el ahora.
La presencia real y no virtual ni extendida. Entre esos dos polos oscilamos.
Nos levantamos y le pedimos a ChatGPT que nos cuente un chiste, porque la IA es
fascinante y divertida. Y por la tarde, en el bar, contamos los horrores de los
teléfonos que nos espÃan. Un dato curioso: el manifiesto de Unabomber es el libro más vendido de Amazon en su
categorÃa.
Foto: EFE /
EPA / Franck Robichon
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