Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Alegraos y regocijaos, porque vuestra
recompensa será grande en el cielo
Miércoles de la 30ª
semana del tiempo ordinario. Todos los Santos / Mateo 5, 1-12a
Evangelio: Mateo 5, 1-12a
En aquel
tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus
discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados
los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
reino de los cielos.
Bienaventurados
vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por
mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el
cielo».
Comentario
Quizá la
santidad nos suene como algo demasiado lejano. Conocemos todos nuestros
pecados, sobre todo aquellos de los que no nos hemos conseguido desprender. Y
de los que nos hemos librado sabemos bien con qué facilidad podríamos volver a
caer.
También sabemos
de nuestra mediocridad, que es casi peor que el pecado. Es la capacidad que
tenemos de conformarnos con sobrevivir, con pasar de largo ante lo importante,
ante lo sagrado y ante lo eterno. Es la tendencia que tenemos a menospreciar
las aspiraciones más hondas de nuestro corazón, que aspira a lo más bello, a la
bondad, a la grandeza, a la Eternidad, para vivir una vida gris. Para nosotros
la mayor parte del tiempo quizá sea solo distracción, pérdida, puro futuro que
se transforma en puro pasado sin darnos cuenta.
Pero es
precisamente por eso que los santos resultan una necesidad esencial:
«…Aprehender/ el punto en que la eternidad y el tiempo se interceptan / es
tarea del santo / –o más que tarea / algo que se le da y quita / a una vida
entera de muerte por amor / y fervor, abnegación y entrega. / Para la mayoría
de nosotros sólo existe el momento / desatendido, el momento dentro y
fuera del tiempo, /el acceso de distracción / que se pierde en un rayo de
sol» (Eliot).
Por eso, nos
transmite Dostoievski ese mismo pensamiento: «que para el alma resignada del
sencillo pueblo […], abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre todo por la
injusticia y el pecado continuos —tanto los propios como los ajenos—, no había
mayor necesidad ni consuelo más dulce que hallar un santuario o un santo ante
el cual caer de rodillas y adorarlo diciéndose: “El pecado, la mentira y la
tentación son nuestro patrimonio, pero hay en el mundo un hombre santo y
sublime que posee la verdad, que la conoce. Por lo tanto, la verdad descenderá
algún día sobre la tierra, como se nos ha prometido”».
Las
bienaventuranzas de Jesús no son sino la promesa de que nosotros estamos
llamados a esa misma eternidad, la misma alegría, la misma plenitud de los
santos, dentro del dolor, de la persecución, del hambre, … Los santos,
pecadores y frágiles como nosotros, nos son prenda del cumplimiento de todas
estas promesas. «Aún no se ha manifestado lo que seremos», dice Juan en la
segunda lectura, pero «mirad qué amor nos ha ten ido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos!». Aspiremos al infinito que ese amor nos ha
prometido al adoptarnos.
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