Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Hace oír a los sordos y hablar a los
mudos
Viernes de la 5ª semana del tiempo ordinario /
Marcos 7, 24-30
Evangelio: Marcos 7, 31 37
En aquel tiempo, dejando Jesús el
territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la
Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le
piden que le imponga la mano.
El, apartándolo de la gente, a
solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y,
mirando al cielo, suspiró y le dijo:
«Effetá», (esto es: «ábrete»).
Y al momento se le abrieron los
oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.
Él les mandó que no lo dijeran a
nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban
ellos.
Y en el colmo del asombro decían:
«Todo lo ha hecho bien; hace oír a
los sordos y hablar a los mudos».
Comentario
Después de hacer el milagro Jesús
«les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más
insistencia lo proclamaban ellos». Jesús tenía muchos motivos para pedirles
aquella discreción. Pero uno de esos motivos era que pudieran interiorizar lo
que sus ojos veían. Porque incluso «en el colmo del asombro», y después de
haber admitido que Jesús «todo lo ha hecho bien» porque «hace oír a los sordos
y hablar a los mudos» es posible olvidarlo. Los hechos más contundentes de Dios
pueden quedar atrás en el tiempo hasta perder toda su vigencia en nosotros.
«Effetá». Esa misma palabra la dijo
Jesús en nuestro bautizo para que se abriera nuestro oído y se soltara nuestra
lengua, para que a nuestro debido tiempo pudiéramos escuchar a Dios y
dirigirnos a Él. Pero en nada puede haber quedado aquel milagro, tan
arrinconado en el pasado, que ya casi no sea verdad.
Si no nos dejamos hacer por aquel
suceso, de nada serviría ninguna palabra de Dios. Si no nos dejamos transformar
en el secreto silencio de nuestro interior día a día, de nada sirven todos los
milagros y palabras de Jesús. Como dijo Sta. Angela da Foligno: «aunque todos
los sabios del mundo y todos los santos del paraíso me agobiaran con sus
consuelos y promesas, y el mismo Dios lo hiciera con sus dones, si no me
transformara a mí misma y no iniciara en el fondo de mí misma una nueva
operación, en lugar de hacerme bien, los sabios, los santos y Dios mismo
exasperarían, más allá de lo expresable, mi desesperación, mi furor, mi
tristeza, mi sufrimiento y mi ceguera».
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