Fe y Vida | Julio Llorente
El fetiche de la libertad
La alternativa a la religión no es el ateÃsmo, sino el
fetiche. AcertarÃamos
si, en vez de referirnos a nuestra época como secular, la motejásemos de
idolátrica. Basta considerar el olimpo de dioses menores ante los que el hombre
contemporáneo se prosterna: el dinero, la salud, la
felicidad, el placer, la seguridad. Mientras el hombre
medieval, tan oscurantista a juicio de muchos, reverenciaba al Señor de los
cielos y de la tierra, de lo visible y lo invisible, nosotros nos inclinamos
ante deidades más escuálidas. El rasgo de la idolatrÃa contemporánea, quizá
de la idolatrÃa sempiterna, es la adoración de las realidades
finitas. El idólatra erige el bien inferior en bien supremo, el
medio en fin, la imagen en luz. Absolutiza un bien relativo y, de ese modo, se
condena en vida. El avaro no encontrará motivos para gastar su dinero. El
hipocondrÃaco no encontrará razones de peso para permanecer sano. Toda
idolatrÃa exige un sacrificio. El corazón de la existencia palpita a los pies
del tótem.
El fetichismo de la libertad,
penosamente extendido hoy, participa de esta misma lógica. Entroniza
el libre albedrÃo a costa de sacrificar todo lo demás. Como el hombre hedonista
renuncia a todos los bienes que no procuran un placer inmediato, como el hombre
temeroso renuncia a todas las bellezas que nacen del riesgo, el hombre liberal,
cegado por un celo idolátrico, rehuirá todo impedimento para su voluntad
libérrima. No comprará una casa porque la propiedad compromete. No contraerá
matrimonio porque el sacramento encadena. ¿Cómo estar con una mujer para
siempre? Las raÃces se le aparecen como argollas; los vÃnculos, como celdas de
cristal. El arquetipo del idólatra es el consumidor indeciso frente al
escaparate, con una infinitud de opciones ante sÃ. Su libertad está incólume, todavÃa
preservada del virus de la decisión. ¿No podrÃa mantenerse asà para siempre?
¿Por qué no fantasear con una elección que no comprometa el albedrÃo? ¿No puede
Prometeo desencadenarse por fin?
En realidad, el idólatra no comprende la dinámica de
la libertad. Su exaltación conlleva, por desgracia, una devaluación. La
libertad irrestricta constituye apenas una forma de parálisis. La
indeterminación es una quimera. ¿Es verdaderamente libre el hombre que
suspende sus decisiones para preservar su libertad? También él está apostando:
encogerse de hombros es solo un modo singular de tomar partido. El ser humano
renuncia incluso cuando se propone no hacerlo. ¿Acaso el libertino que rehúye
el compromiso no renuncia como todos, aunque sea al compromiso? ¿Acaso no se
ata él también, aunque sea a una bruma? La elección no constituye solo el
horizonte de la libertad; es, ante que nada, su condena.
Incluso la cotidianidad de un preso se jalona de decisiones y renuncias:
sacrifica el resentimiento para abrazar el perdón, dimite de la sombra para
exponerse a la luz. El hombre es un ser abocado a la
elección.
Hay una verdad a la que el idólatra parece insensible:
la libertad propende a la atadura como el baile de la hoja otoñal al suelo. El
vÃnculo no impide el albedrÃo; es apenas su inevitable corolario. Negarse a
elegir para preservar la propia libertad es casi tan juicioso como permanecer
en silencio para cultivar la retórica. Nuestro arbitrio, en tanto que limitado,
se constriñe por su mero ejercicio. La elección es una apuesta; la apuesta es
siempre una renuncia. Contra lo que sospecha el fetichista, la plenitud de una
vida no depende de la libertad que preservamos de las ataduras. Depende, más
bien, de la dignidad de las cosas a las que nos atamos. La ligadura al bien no cercena la libertad; la
multiplica. ¿Acaso no es libre quien empeña su palabra y la cumple? ¿No lo es
el mártir que escucha la llamada del Señor y le ofrece su vida? La obediencia
constituye el esplendor de la libertad humana.
En la época del fetichismo liberal, el albedrÃo
agoniza por empacho. Quien idolatra la libertad termina aborreciendo la
elección. La libertad, como la palabra, se tiene cuando se entrega. Las
ataduras no son grilletes, sino raÃces. Las raÃces no son cadenas, sino alas.
Por paradójico que parezca, solo el hombre que se ata debidamente puede alzar
el vuelo.


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