Religión, ser humano | Mons. Ramón Alfredo de la Cruz Baldera*
Desde Senasa hasta el agua bendita
No sanaremos nuestra nación solo con fiscales y leyes,
aunque son imprescindibles. Sanaremos cuando entendamos que la integridad no es
opcional
"La corrupción en nuestras instituciones no es un
accidente; es la versión burocratizada y a gran escala de la mentira del agua
bendita", describe Monseñor Alfredo de la Cruz Baldera.
Como sacerdote, uno se convierte en un
observador privilegiado —y a veces doloroso— de la conducta humana.
Desde el altar, no solo se ve la fe del pueblo, sino también las grietas de
nuestra idiosincrasia. Hay una escena que se repite y que, confieso, siempre me
ha perturbado como lo hacen muchos pecados graves: el momento de la
aspersión.
Durante algunos actos litúrgicos que
tienen un momento de aspersión, paso por los bancos rociando el agua bendita.
Veo cómo las gotas caen sobre los fieles, empapando frentes y vestimentas. Sin
embargo, segundos después, veo a personas que se cambian de fila, se acercan al
pasillo y me reclaman con urgencia: “Monseñor, a mà no me cayó, usted no me ha
echado el agua”. Lo dicen mirándome a los ojos, mientras el agua les corre por
el rostro. Su propia cara mojada las delata, pero la mentira sale
de su boca con una naturalidad espantosa.
Esta anécdota, aparentemente trivial, es el espejo
donde debemos mirarnos para entender los grandes escándalos de corrupción que
sacuden al paÃs, llámese el caso SENASA, operaciones Antipulpo, Medusa
o cualquier otro entramado de corrupción administrativa. Lo que sucede en
el banco de la iglesia y lo que sucede en el despacho público no son hechos
aislados; son frutos del mismo árbol.
Empecemos por no mentir en lo poco, para poder ser
fieles en lo mucho (Lc 16,10).
En la República Dominicana hemos
institucionalizado una pedagogÃa peligrosa desde la infancia: la
cultura del “tÃguere”. Aprendemos muy temprano que ser honesto es sinónimo
de ser “pendejo” o “pariguayo”. Aprendemos que el sistema no premia al que hace
la fila, sino al que se “la busca”, al que se “engancha”, al que
encuentra la brecha para sacar ventaja.
Cuando aquel feligrés me miente con la cara
mojada, no lo hace por maldad pura, sino por una avaricia espiritual
mal entendida. Quiere más agua, quiere asegurar su porción, quiere acaparar
la gracia como si fuera una mercancÃa, y no le importa mentirle a la autoridad
sagrada para conseguirlo.
¿No es esta la misma lógica del funcionario que,
teniendo un buen salario, inventa viáticos, abulta nóminas o desvÃa recursos
destinados a la salud de los más pobres?
La corrupción en nuestras instituciones no es un
accidente; es la versión burocratizada y a gran escala de la mentira del agua
bendita. Si un ciudadano es capaz de
mentir ante Dios por unas gotas de agua —que de nada le sirven si el corazón
está seco—, ¿qué freno moral tendrá ese mismo ciudadano cuando tenga frente a
sà la posibilidad de enriquecerse con el presupuesto nacional?
El problema de fondo es que hemos disociado la fe de
la ética y la astucia de la verdad. Hemos
creado una sociedad de “vivos” donde la verdad es un obstáculo a sortear. El
caso de SENASA y tantos otros nos duelen, pero nos sorprenden hipócritamente.
Esos funcionarios no vinieron de Marte; salieron de nuestras escuelas, de
nuestros barrios y, sÃ, también de nuestras iglesias y denominaciones
religiosas. Son hijos de una sociedad que celebra el “buscársela” a
cualquier precio.
Lo que sucede en el banco de la iglesia y lo que
sucede en el despacho público no son hechos aislados; son frutos del mismo
árbol.
No sanaremos nuestra nación solo con fiscales y leyes,
aunque son imprescindibles. Sanaremos cuando entendamos que la integridad no es
opcional. Mientras sigamos criando hijos
para que sean “tÃgueres” en lugar de ciudadanos justos, seguiremos teniendo
filas de gente con el rostro mojado jurando que están secos, y oficinas llenas
de gente jurando que sirven al pueblo mientras se sirven a sà mismos.
La honestidad debe
dejar de ser un acto heroico para convertirse en un hábito cotidiano. Empecemos
por no mentir en lo poco, para poder ser fieles en lo mucho (Lc 16,10).
*Mons. Ramón Alfredo de la Cruz Baldera nació el 5 de
julio de 1961 en la ciudad de San Francisco de MacorÃs. Para su formación
sacerdotal, en 1977 fue enviado al Seminario Menor Santo Cura de Ars de la
Diócesis de La Vega. Luego, en 1981, fue enviado al Seminario Pontificio Santo
Tomás de Aquino (SPSTA) de la Arquidiócesis de Santo Domingo. En 1985 se
trasladó a Alemania…


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