
Le preguntan a uno cómo le va en tal asunto. Y dado que le va bien, pero es adicto a la queja y a la lamentación, contesta: “la verdad, no puedo quejarme...” Es decir, a él lo que le agradaría es poder quejarse, pero las circunstancias no dan para ello. Es una verdadera lástima que no pueda quejarse con lo que disfrutaría haciéndolo.
La tarea que lleva entre manos le va bien, quienes se mueven alrededor lo saben y, en consecuencia, no puede quejarse. Y ya que no puede quejarse, al menos no renuncia al derecho de quejarse de que no puede quejarse. Una laberinto gramatical y conceptual, pero que no está reñido con el embrollo mental del sujeto.
El extraño afán de la lamentación
Claro que en ocasiones uno no se queja porque no le dejan. Puede que la queja atraiga severos castigos sobre la cabeza del ciudadano, dado el régimen político del país o las circunstancias en que vive inmerso. Cuentan de un judío que llegó a Israel como emigrante y con el deseo de comenzar una nueva vida. En el mismo aeropuerto le entrevistaron. El periodista le preguntó acerca de su nivel de vida en la Unión Soviética, de su actividad laboral y el sueldo anejo, acerca del margen de libertad de que disfrutaba... y acerca de otras muchas cosas. Cansinamente el entrevistado respondía lacónicamente: “no me puedo quejar”.
El reportero perdió la paciencia y le espetó: “entonces, ¿para qué viene a Israel”? Y la respuesta: “porque aquí sí me puedo quejar”. Se trata de un chiste cuya gracia radica en su ambigüedad y que se difumina entre la inventiva y la realidad. Pero permite sacar la conclusión de que al personal le fascina poderse quejar.
¿A qué se deberá el afán de la lamentación? ¿Por qué a uno le satisface poderse quejar? Posiblemente porque de este modo descarga la culpa de sus propias tribulaciones en otras personas. Lo de menos es de lo que uno se queja y a quién. Lo de más, que se puede quejar. Es un alivio la queja. Hasta permite sentirse más importante.
Profundicen en el asunto y se convencerán que es así. Los señores encumbrados y de prestigio se diría que acarrean un cesto de quejas sobre los hombros. A juzgar por lo que venimos diciendo, tal parece que vale la pena aguantar un rosario de desgracias si a la postre el lamento y la queja pueden fluir gozosamente de los labios.
Competir por el infortunio y la desventura
Llaman poderosamente la atención algunos diálogos en que los participantes pugnan por sobresalir a causa de alguna desgracia. En ocasiones hasta resultan de una comicidad pasmosa. Los implicados aumentan y exageran las dolencias como si el que más acumulara fuera a ganar una copa o un honroso diploma.
Los tales hablan de sus males y maleficios, de las enfermedades que ni los médicos son capaces de atajar. Contabilizan las operaciones quirúrgicas, enseñan las cicatrices cual si de trofeos se tratara. La última palabra, la que cierra la boca a los contrarios la dice en tono victorioso quien proclama estar definitivamente desahuciado por los doctores.
Posiblemente el lector ha sacado de antemano la conclusión de los párrafos precedentes. Como puede deducir, conviene dejar de abonar un terreno ya suficientemente abonado con toda clase de llantos, quejidos, suspiros, gimoteos y jeremiadas.
De lo contrario acabaremos creando entre todos un ambiente lloroso y tristón. Cultivaremos un entorno contrario al gozo y al asombro que, sin embargo, constituyen virtudes propicias para mantener la marcha del día. Sin un pedazo de alegría y satisfacción para mantener el alma en pie, sucumbiremos ante la más leve contrariedad.
Nada de cultivar el arte de la queja ni el lamento. Lejos de nosotros los lloros, los suspiros y vagidos. Cuando a usted le interpelen con un ¿cómo le va? no inicie una retahíla de males ni quejas. Preocúpese más bien de animar al interlocutor con gesto animoso y palabra optimista. Que es mejor contagiar la sonrisa que la mueca.
Las razones del corazón / Manuel Soler Palá, msscc
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