«Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de agradecimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría» (Sta. Teresa del Niño Jesús).
Recibimos el mes Junio estando aún muy latente en nosotros el haber celebrado la Pascua con ferviente alegría. Al adentrarnos de nuevo al ritmo del Tiempo Ordinario, también les invito a continuar nuestra pequeña reflexión.
Al inicio de esta sesión (Espiritualidad litúrgica), me proponía ir presentando, paso a paso, los grandes temas de la vida espiritual cristiana en dimensión litúrgica. Estos temas son básicamente: oración, ascesis, mística, testimonio y compromiso. En las entregas anteriores he ido enfocando algunos elementos relevantes de nuestro quehacer en la vivencia de la liturgia. A partir de este mes me concentraré específicamente en estos cinco temas. Empezaré por la oración.
El primer ejemplo de oración nos lo ofrece Cristo. Él es el verdadero orante, no sólo en su vida terrena, sino como Señor glorioso. «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos al Santo Señor Jesús como a la Zarza ardiendo: primero contemplando a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria».[1]
Intentaré seguir este esquema que nos propone el Catecismo, teniendo como modelo por excelencia a Jesús: como orante, que nos enseña a orar y que acoge nuestras oraciones. De la oración de Jesús afirma la Ordenación General de la Liturgia de las Horas:
«El Hijo de Dios, "que es uno con el Padre" (Jn 10, 30), y que al entrar en el mundo dijo: "Aquí estoy para hacer tu voluntad" (Hb 10, 9; cf. Jn 6, 38), se ha dignado ofrecernos ejemplos de su propia oración. En efecto, los Evangelios nos lo presentan muchísimas veces en oración: cuando el Padre revela su misión (Lc 3,21-22), antes del llamamiento de los Apóstoles (Lc 6,12), cuando bendice a Dios en la multiplicación de los panes (Mt 14,19; 15,36; Mc 6,41; 8,7; Lc 916; Jn 6,11), en la transfiguración (Lc 9,28-29), cuando sana al sordo y mudo (Mc 7,34) y cuando resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de requerir de Pedro su confesión (Lc 9,18), cuando enseña a orar a los discípulos (Lc 11,1), cuando los discípulos regresan de la misión (Mt 11,25 ss; Lc 10,21 ss), cuando bendice a los niños (Mt 19,13) y cuando ora por Pedro (Lc 22,32).
Su actividad diaria estaba tan unida con la oración que incluso aparece fluyendo de la misma, como cuando se retiraba al desierto o al monte para orar (Mc 1,35; 6,46; Lc 5,16; cf. Mt 4,1; 14,23), levantándose muy de mañana (Mc 1,35), o al anochecer, permaneciendo en oración hasta la madrugada (Mt 14,23.25; Mc 6,46.48; Lc 6,12)».[2]
Continúa acentuando que Jesús tomó parte de la oración del pueblo. Como todo judío iba a la sinagoga como al templo, al que llamó casa de oración, Además de las oraciones privadas que los israelitas piadosos recitaban diariamente. Esa fue la práctica que asumió permanentemente. «Hasta el final de su vida, acercándose ya el momento de la Pasión (Jn 12,27 ss), en la última Cena (Jn 17,1-26), en la agonía (Mt 26,36-44) y en la cruz (Lc 24,34.46; Mt 27,46; Mc 15,34), el Divino Maestro mostró que era la oración lo que le animaba en el ministerio mesiánico y en el tránsito pascual».[3] De ahí que, con toda certeza, podemos afirmar que Cristo es nuestro modelo de oración y que toda práctica orante en nuestra vivencia litúrgica encuentra en él su fundamento.
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