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    miércoles, 4 de diciembre de 2019

    De los tiempos nuevos

    No es lo mismo ni es igual  | Pablo Mella / Instituto Superior Bonó 


    De los tiempos nuevos

    Muchos acontecimientos sorprendentes se han venido acumulando en los últimos meses. El año 2019 será recordado con el paso de los años como una fecha especial.

    La región latinoamericana se destaca en el escenario trasnacional: inquietud social extrema en Nicaragua, Venezuela, Puerto Rico, Haití, Chile y Bolivia. Se verificó una reconstitución de las fronteras de conflicto en el sufrido Oriente Medio. Se perdió el sentido de la autoridad gubernamental en Europa, sobre todo en España, por la incapacidad de los partidos políticos de formar gobierno. Se banalizaron temas dolorosos y delicados sobre todo por el recurso al Twitter como medio de comunicación de grandes autoridades mundiales, entre los que destaca el presidente de los Estados Unidos.

    Puede decirse que el año 2019 concluye con una sensación de desamparo ante la escalada de conflictividad mundial y la incapacidad de ofrecer soluciones estables a los problemas. Existe un vacío ético político. La problemática que aflora es bien radical: ¿qué queremos para el futuro de la humanidad y bajo cuáles principios e instituciones nos amparamos para alcanzar ese futuro deseado?



    Problemas con el diagnóstico de lo que sucede

    Uno de los grandes desafíos que tenemos por delante es encontrar una causa profunda de la agitación social que se sucede por todos lados. Para que palpemos el desafío y la importancia que entraña un buen diagnóstico social recordemos el escenario del siglo XIX. A fines de este siglo, se gestó el gran problema que ha marcado el siglo XX: la industrialización y la cientifización o racionalización de las prácticas sociales. Desde entonces, toda problemática humana se consideró como un problema técnico; al cabo de los años eso se tradujo en fórmulas para el desarrollo. La producción industrial aumentaría enormemente las riquezas, que se distribuirían entre todos poco a poco, y la humanidad viviría feliz en nuevos conglomerados urbanos, no en asentimientos rurales aislados, con acceso a los beneficios de la tecnología. La realidad fue otra: se formaron los grandes barrios, se crearon nuevas situaciones de insalubridad pública, se propició un ambiente para la delincuencia, se hicieron guerras por los recursos y el mercado que demandaba el crecimiento tecnológico, y se acabó contaminando el medioambiente. Así, la gran ciudad acabó siendo un verdadero dolor de cabeza. En buena medida, los desafíos sociales que vivimos hoy hunden sus raíces en este dinamismo decimonónico.

    Ante este fenómeno social, se buscaron soluciones en el ámbito sociopolítico. Surgieron dos formas generales de enfrentar los problemas, pero ambas bajo el paradigma tecnocientífico. Una forma fue el socialismo o comunismo. Su propuesta era colectivizar la propiedad, especialmente los medios de producción. Entendía que el mal de la desigualdad residía en la propiedad que permitía la acumulación de la riqueza. Sobre esta explicación se construía un discurso para los demás ámbitos de la vida: el político, el microeconómico, el jurídico y el ideológico (donde cabe integrar la religión). Una economía bien planificada bajo el principio de la propiedad colectiva sería la panacea de todos los problemas sociales. La otra forma fue el liberalismo. Aquí se planteaba todo lo contrario. La propiedad privada era el eje de la respuesta para el cambio social que se ansiaba. Se argumentaba que la propiedad corresponde con otro principio dinamizador de la vida socioeconómica: la iniciativa privada. Solo se empeña en trabajar y producir quien sabe que va a acumular más riquezas y propiedades para sí y para los suyos. Bajo este principio, se le asigna al Estado un papel mínimo. Este prácticamente no debe intervenir en lo social; su función sería básicamente policial; ha de controlar y encarcelar, si fuera necesario, a quien violente el orden social en busca de otros modos de acumular riqueza.

    Las ciencias sociales nacieron para acompañar este proceso. Sus textos advirtieron el nuevo paso que se estaba dando en la historia. Un sociólogo alemán, Ferdinand Tönnies, esquematizó todo el proceso como el paso de la comunidad a la sociedad. Hasta el siglo XIX predominaban relaciones comunitarias: las personas se sentían como una familia y como corresponsables de un destino compartido. Se tenían relaciones afectivas cálidas y habría espacio para lo interpersonal. Desde la segunda mitad del siglo XIX esto cambia radicalmente: las personas se sienten tan solo parte de una maquinaria inmensa y ajena, de la cual no se consideran responsables. Las relaciones se vuelven contractuales y el espacio de lo interpersonal se ve remitido a lo íntimo del hogar. En suma, se experimenta un sentimiento de deshumanización. Para contrarrestar esta experiencia oscura, las diversas ciencias sociales hablaron de procesos de modernización. En general, el tono era de alabanza: se perdían muchas cosas de las comunidades antiguas, pero se ganaba sustancialmente mucho en términos de calidad de vida.

    Las explosiones sociales que hemos conocido este año 2019 se han dado tanto en regímenes que se pueden clasificar como liberales como en regímenes que se pueden clasificar como socialistas. Esto nos lleva a pensar que el sistema explicativo de ambos proyectos políticos no basta para entender la situación y, a partir de esta comprensión, trazar planes de acción. La incapacidad de diagnosticar lo que está sucediendo desde las ciencias sociales convencionales implica dos cosas en concreto: primero, cambiar el modo de diagnosticar lo que sucede, dejando de procurar la última explicación de todo lo que sucede en razones técnicas asociadas a la producción creciente de bienes y servicios; segundo, esbozar otro camino de solución, que no se vea lastrado por visiones unilaterales de la realidad.

    Diagnosticar profundizando y dimensionando

    ¿Qué motiva tanta revuelta por tantos lados? Ya sabemos que no se puede echar mano de una explicación fundamentada en una razón única. Para poder esbozar pistas de acción, el diagnóstico habrá de iniciarse profundizando en los fenómenos que nos asaltan, los cuales siempre aparecen en la escena pública con eslóganes que sintetizan la injusticia que denuncian. Puede decirse que el contenido de estos eslóganes nos dan las causas detonantes del conflicto. Por ejemplo, en Puerto Rico el detonante fueron unos chats del gobernador con frases ofensivas contra personas víctimas del huracán María y contra personas homosexuales; pero es claro que esto no explica el fenómeno masivo de la protesta boricua que presenciamos en julio 2019. Partiendo de los motivos que los mismos fenómenos enuncian, se pueden entonces buscar explicaciones no inmediatas y pensar cómo se articulan; a esto llamamos dimensionar el diagnóstico. En este paso se han de visualizar causas más generales. En este nivel más profundo, se percibirá que la historia no se detendrá, que forma parte del mismo ejercicio de la libertad el soñar con relaciones más plenas entre los seres humanos y el cosmos. Llegados a este punto en el que intuimos un más allá de la historia, no habrá más análisis qué hacer; es el momento de tomar una posición o de actuar éticamente para aportar al proceso. Uno puede decidirse a reforzar la protesta o puede retomar el contenido profundo de esta con el propósito de buscar otros canales complementarios para ayudar a que se cumplan sus propósitos. Pero gracias al análisis dimensionado se sabe que toda decisión esta supuesta a reajuste y revisión, porque de antemano se es consciente de que la historia humana es justamente ejercicio de la libertad.

    A continuación, haremos un diagnóstico algo genérico de los acontecimientos recientes que hemos testimoniado.

    El primer motivo que se nos muestra en los estallidos sociales es una profunda crisis de representación y confianza en la clase política para responder a temas sensibles que afectan la vida del día a día. La ciudadanía de los diversos rincones del mundo percibe que los políticos se entienden entre sí muy bien, que están dispuestos a pactar con quien sea con tal de manejar el poder y el presupuesto nacional. Los movimientos sociales señalan normalmente lo que indigna a la ciudadanía en general o a una parte de ella, pero no tienen la suficiente consistencia para mantener sus reclamos en el tiempo ni para acompañar los cambios institucionales que hacen falta para alcanzar resultados. De ello resulta el «manifestacionismo». Constantes marejadas de grupos en las calles, cuyas manifestaciones no necesariamente conducen a logros tangibles en tiempos razonables. Podemos decir que hoy existe un quiebre entre lo político y lo social. En términos técnicos de filosofía política: estamos asistiendo a una falta de legitimidad social y a la obsolescencia de los modos de lucha social.

    En segundo lugar, viene el recurso al «chivo expiatorio». Los distintos grupos en conflicto procuran a un tercero como el culpable de la situación. Los que detentan el poder tenderán a decir que existen grupos infiltrados que están manipulando las luchas de los movimientos sociales. Los grupos que protestan echarán la culpa entera a las autoridades, pero nunca se preguntarán por los errores que han cometido a lo largo de los años ni reconocerán nada valioso en los sectores hegemónicos. El resultado de esta actitud tiene una doble cara. Por un lado, una faceta ética: no se asume la propia responsabilidad en el proceso histórico.  Por otro lado, una faceta social: se debilitan las instituciones públicas que permitirán resolver legal y legítimamente el conflicto. Del lado del poder, se recorrerá a la represión sin dar explicaciones y sin responder por los daños causados en víctimas y heridos; del lado de quienes protestan, se mantendrá el eslogan hasta que se desgaste. En el peor de los casos, la queja repetida por las redes sociales no logrará ni siquiera alterar un tris la estructura de opresión o injusticia que denuncia. De este modo, se profundiza el quiebre entre lo político y lo social.

    El tercer paso de este proceso es el reforzamiento de lo que podríamos llamar «política despolitizada», al modo en que hablamos de café descafeinado. La política despolitizada es la que ajusta la institucionalidad para salir con buena imagen del conflicto, perdiendo el sentido del bien común y la coherencia ideológica.  Es la que maquilla las situaciones para no tener que plantearse políticas públicas en esquemas de derecho a largo plazo. La política despolitizada no hace otra cosa que postergar el conflicto para otra ocasión, cuando los actores del conflicto actual ya no se estarán en la escena pública.

    Como a fines del siglo XIX, estamos ante tiempos nuevos, es decir, ante un momento histórico en que se nos pide abandonar nuestros modos rígidos de comprender las cosas y de ejercer responsablemente nuestra capacidad de actuar políticamente. Para ello, necesitamos reforzar las instituciones públicas que pueden legítimamente dirimir los conflictos de poder. Pero también necesitamos crear nuevas instituciones que permitan hacer el puente entre lo que aportan los movimientos políticos y lo que aportan los movimientos sociales. Estos aportes son, respectivamente, la capacidad de organización efectiva para obtener resultados desde el Estado y la sensibilidad hacia las situaciones de injusticia que padece la gente más vulnerada por los procesos de modernización. ADH 840


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