En
el Exilio | Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf)
La invitación al coraje
El
coraje no es uno de mis puntos fuertes, al menos no un género particular de
coraje.
La
Escritura nos dice que mientras Juan Bautista crecía, se hacía fuerte en
espíritu. Mi crecimiento fue algo diferente. A diferencia de Juan Bautista,
mientras yo crecía, me volvía acomodaticio en espíritu. Esto tuvo sus razones.
Nací con lo que Ruth Burrows describiría como “sensibilidad torturada”, una
personalidad hipersensible, y nunca he sido capaz de desarrollar una piel bien
curtida. Esa no es la materia prima de la que está hechos los profetas. Cuando
eres niño, en el patio de juego te va mejor tener la fuerza física bruta para
desafiar una situación injusta, o te va mejor dejar marchar las cosas para que
no te perjudiquen. También te va mejor desarrollar agudas destrezas en evitar
la confrontación y en el arte de procurar la paz. Igualmente, cuando no estás
dotado de una fuerza física superior y surgen situaciones desafiantes en el
patio, en seguida aprendes a huir de la confrontación. En el patio, el cordero
sabe que es mejor no acostarse con el león ni enfrentarse a él, al margen de
las visiones escatológicas del profeta Isaías.
Y
no todo eso es malo. Crecer como lo hice no contribuyó a tener una piel bien
curtida ni el coraje vivo que se supone para ser profeta, pero me dio una aguda
pantalla de radar, a saber, una sensibilidad que, en el mejor de los casos, es
una genuina empatía (aunque, en el peor de los casos, me tiene eludiendo
situaciones de conflicto). De todos modos, eso no me ha dotado particularmente
de cualidades que contribuyan al coraje profético. Deseo, habitualmente, no
contrariar a la gente. Me disgusta la confrontación y quiero la paz casi a
cualquier precio, aunque trazo algunas líneas sobre arena. Sin embargo, no soy
ningún Juan Bautista, y ello me ha costado muchos años aprenderlo, admitirlo y
entender por qué, a la vez que entender que mi temperamento e historia son sólo
una explicación y a veces no una excusa para mi cobardía.
Al
fin y al cabo, la virtud del coraje no depende del origen, temperamento ni
tenacidad mental, aunque estos pueden ayudar. El coraje es un don del Espíritu
Santo, y por eso el temperamento y los antecedentes de uno sólo pueden servir como
explicación y no como excusa por la falta de coraje.
Destaco
esto porque nuestra situación hoy nos reclama coraje, el coraje para la
profecía. Hoy necesitamos desesperadamente profetas, pero escasean; y
demasiados de nosotros no estamos deseosos de prestarnos a esa tarea. ¿Por qué
no?
Un
reciente número de la revista Commonweal presentaba un artículo de Bryan
Massingale, una fuerte voz profética sobre la cuestión del racismo. Massingale
opina que la razón de que veamos tan poco progreso verdadero en el tratamiento
de la injusticia racial es la ausencia de voces proféticas donde son más
necesarias, en este caso, entre los muchos blancos buenos que ven la injusticia
social, simpatizan con los que la sufren, pero no hacen nada por ella.
Massingale, que da conferencias a lo largo y ancho del país, cuenta cómo muchas
veces, en sus conferencias y en sus clases, la gente le pregunta: Pero, ¿cómo
me enfrento a esto sin contrariar a la gente? Esta pregunta expresa
acertadamente nuestra reticencia; y -creo yo- señala no sólo el problema sino
también el desafío.
Como
diría Shakespeare: “¡Ah, ahí está el busilis!” Para mí, esta cuestión toca un
nervio moral sensible. Si hubiera estado
en una de sus clases, no habría dudado en haber sido uno de los que le hicieron
esa pregunta: “Pero, ¿cómo desafío al racismo sin contrariar a la gente? He
aquí mi problema: Yo quiero hablar claro proféticamente, pero no quiero
contrariar a los otros; quiero desafiar el privilegio blanco al que estamos
ciegos tan congénitamente, pero no quiero alejarme de la gente generosa y de
buen corazón que sostiene nuestra escuela; quiero hablar claro más fuertemente
contra la injusticia en mis escritos, pero no quiero que, como resultado,
muchos periódicos dejen de publicar mi columna; quiero ser valiente y hacer
frente a los demás, pero no quiero vivir con el odio consiguiente; y quiero
señalar públicamente las injusticias y señalar nombres, pero no quiero alejarme
de esa misma gente. Así que esto me deja orando aún por el coraje necesario para
la profecía.
Hace
varios años, un profesor que visitó nuestra escuela, un afro-americano, estuvo
contando a nuestra facultad algunas de las injusticias casi diarias que él
experimenta simplemente a causa del color de su piel. En un momento le pregunté:
“Si yo, como hombre blanco, me acercara a ti, como Nicodemo se acercó a Jesús
por la noche, y te preguntara qué debería hacer, ¿qué me dirías?” Su respuesta:
Jesús no excusó a Nicodemo fácilmente sólo porque confesó sus temores. Nicodemo
tuvo que hacer un acto público para traer su fe a la luz, tuvo que solicitar el
cuerpo muerto de Jesús. Por lo tanto, su desafío para mí: necesitas hacer un
acto público.
Tenía
razón; pero aún estoy orando para que el coraje profético haga eso. ¿Y no
estamos orando todos nosotros por lo mismo?
Fuente: www.ciudadredonda.org
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