Publicaciones | Francesc Torralba, filósofo
De lo líquido a lo volátil (II)
La ingravidez solitaria
La
transición de lo líquido a lo gaseoso merece una especial atención. El líquido
fluye y se percibe con los ojos. Uno puede meter la mano él y experimentar el
frescor del agua. No puede sostenerse un edificio sobre lo que es líquido, pero
se sabe dónde ubicarlo y se sabe cómo sortearlo si conviene. Lo líquido está
trazado en un mapa, ocupa un espacio y un volumen.
Lo
propio del estado gaseoso es, en cambio, el carácter volátil e imperceptible de
su realidad. También ocupa un espacio y tiene un volumen, pero no se percibe
con la sensibilidad humana. Cuando el agua se evapora, las moléculas de
hidrógeno y de oxígeno se sostienen en el aire, pero es imposible percibirlas
con el ojo humano. Están ahí, pero no podemos tocarlas. Necesitamos el aire
para poder respirar, pero no lo percibimos. El pez necesita el agua para poder
vivir, pero no lo percibe; es su medio vital.
La muerte de Dios cambia radicalmente la situación del ser humano en el mundo. Se queda en él sin direccionalidad, pero también si asidero
No
es posible identificar, a simple vista, donde empieza y donde termina lo
gaseoso. Necesitamos aire para vivir, pero no lo experimentamos, salvo cuando
sopla el viento. Lo sólido nos sostiene, nos aguanta. En el medio acuoso sólo
podemos permanecer, si sabemos nadar; mientras que en el estadio gaseoso,
caemos en todas direcciones. Se produce la sensación de ingravidez.
Ésta
es la sensación que experimenta el ciudadano postmoderno cuando se queda sin
una tierra firma donde asentar sus pies; cuando lo que era líquido se evapora y
el navío que le mantenía a flote se volatiliza en mil partículas. Entonces ya
no le queda nada donde agarrarse; porque, de hecho, no queda nadie para
agarrarse. La tabla se ha desmenuzado, pero la identidad personal también. Esta
partícula consciente que flota en el espacio, que es el yo, experimenta el
fenómeno de la ingravidez.
El
ciudadano postmoderno se ha acostumbrado a lo leve, a lo fácil, a lo
masticable, a lo que no opone resistencia. Cualquier dificultad de orden
teórico, cualquier propuesta intelectual ardua, es rehusada. En la era de los
ciento cuarenta caracteres no hay margen para el pensamiento complejo. En la
civilización gaseosa, las obras culturales ya no tienen como finalidad dar que
pensar, subvertir el orden establecido, indignar al espectador. Su objetivo es
distraer, constituyen la gran ocasión para pasar la tarde del domingo. Este yo
volatilizado flota ingrávidamente, pero no sabe a dónde va, no tiene fuerza
para propulsar un movimiento propio, carece de voluntad.
Los
filósofos postmodernos ya advirtieron de ello en la década de los noventa del
siglo pasado, cuando tematizaron la emergencia del pensiero debole (pensamiento
débil). La debilidad es la nota característica del sujeto gaseoso: leves son
sus sentimientos y sus pensamientos, también sus ideales y sus objetivos, sus
creencias y sus vínculos, en definitiva, su identidad.
La
volatilidad de nuestro mundo representa el punto de llegada de un proceso que
empezó con la práctica de la sospecha. Al principio de la Modernidad, se puso
en cuestión lo que era sólido, lo que se daba por sentado, esto es, la
existencia de Dios, la creación del mundo ex nihilo, la centralidad de la
persona hecha a imagen y semejanza de Dios, la vida eterna como el destino
final de los bienaventurados, es decir, el orden tradicional del mundo. La
imagen del mundo medieval fue puesta entre paréntesis en la Modernidad, pero la
imagen moderna del mundo ha sido, posteriormente, volatilizada en la
Postmodernidad.
En
el medievo, el centro del mundus era Deus (teocentrismo), luego, a partir del
Renacimiento, el hombre ocupó este lugar (antropocentrismo). En la sociedad
gaseosa, el mundo carece de centro. Dioses, humanos, artefactos y animales
flotan como partículas en el espacio. Nada tiene el rasgo de la inmutabilidad,
nada posee el atributo de lo absoluto.
Todo lo sólido se desvanece en el aire y lo que queda es un universo compuesto
a de partículas interdependientes y contingentes.
La muerte de Dios representa la desaparición del Fundamento, de lo permanente, del centro de gravedad de la existencia. Este evento histórico que el hombre loco anuncia, anticipándose a su tiempo, como es propio de un profeta, deja al ser humano sin tierra firme, sin un orden establecido, sin brújula, sin cosmos moral, de tal modo que todo lo que antes se sustentaba en aquel principio, se desvanece en el aire.
El
mundo deja de tener un centro, la vida pierde su sentido original; la muerte
adopta un significado nuevo. El origen de la existencia y el destino de la
misma ya no se explican por relación a Dios, porque Dios ha sido asesinado.
Dios estaba en el origen y estaba en el fin. La vida era un camino, un
itinerarium Dei, un don de Dios y, a la vez, una peregrinación hacia la vida
eterna. La muerte de Dios cambia radicalmente la situación del ser humano en el
mundo. Se queda en él sin direccionalidad, pero también si asidero. No sabe
dónde está el Norte ni dónde está el Sur, desconoce lo qué es el Bien y lo que es el Mal, qué se espera de él en el ancho mundo.
Flotando
en el cosmos digital, necesita crear pequeñas comunidades cálidas, microesferas
de sentido, para sentirse cobijado, para salvarse de la soledad, del vacío y
del frío cósmico. Busca desesperadamente a alguien, al otro lado de la
pantalla, para poder experimentar un poco el calor humano de otro ser que está
tan desorientado y tan perplejo como él y que ha sido arrojado igual que él, en
palabras de Martin Heidegger, en un universo que carece de fundamento y de
finalidad.
Publicado en
Revista Humanizar:
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