Espiritualidad | Isaac Riera, MSC
Fisonomía de la Caridad
Cristiana
Como todos sabemos, el
precepto distintivo de cristianismo es la caridad hacia todos - “amaos unos a
otros como Yo os he amado” (Jn 13,34)-, que en otros evangelios se concreta en
la prohibición de juicios condenatorios al prójimo, en el perdón de las
ofensas, en la presentación desinteresada e incluso en el amor a los enemigos.
Ocurre, sin embargo, que este sublime
precepto es el que menos cumplimos en la práctica, a pesar de que la mayoría de
los males en el mundo proviene de la falta de caridad y de que no podemos ser
auténticos cristianos sin intentar realizarlo. Es verdad que procuramos evitar
las grandes ofensas, pero estamos muy lejos de entender y de realizar la
verdadera caridad.
Contrariamente a lo que supone, la
caridad cristiana no consiste en el afecto hacia el prójimo, que no depende de nuestra
voluntad, sino en no desear ni hacer mal al prójimo, por una parte, y procurar
ayudarle desinteresadamente con nuestras acciones, gestos y palabras, por la
otra; y esto sí que depende de nuestro esfuerzo voluntario. El afecto o
desafecto es algo natural, pero la caridad cristiana –conviene tenerlo bien
presente– una virtud sobrenatural que supera los sentimientos y
tendencia de nuestra naturaleza, que supone un gran dominio sobre nosotros
mismos, y que solo, se consigue con la ayuda de la gracia divina. Y esta es la
razón de que solo la veamos ejercer en la ínfima minoría de las almas santa.
Cuando el señor nos pide amar al prójimo,
nos pide con ello que respetemos la dignidad de las personas, incluso a las que
obran mal o tienen mal carácter, pero esto supone tener una profunda
sabiduría de lo humano, que no está al alcance de todos. Hay que
conocernos bien a nosotros mismos y conocer bien el alma humana para no caer en
reacciones pasionales y superar con paciencia el mal y la fealdad moral que
manifiesta nuestro prójimo; ser caritativo es ser sabio e indica madurez en
nuestra personalidad, y esta es la razón de que la caridad, en sus principales
características, jamás la encontraremos en la gente mediocre, sino en las
personas muy cualificadas mental y moralmente.
El primer y fundamental rasgo en la
fisonomía de la caridad cristiana es la comprensión del alma de nuestro prójimo,
pues comprender nos capacita para disculpar y no dejarnos arrastrar por
reacciones indignadas. Cada persona está llena de problemas, de frustraciones,
de prejuicios y de ignorancias, que son la causa más frecuente de su mal
comportamiento y que hemos de tratar comprender; más que culpables, son víctimas
de sí mismas, de sus propios males. Porque lo normal en los humanos es que
proyectemos nuestros propios males en acusaciones agresivas hacia los demás, y
de ahí la necesidad de comprensión para disculparlos. Y esto lo sabe solo el
confesor, no otra persona.
El primer y fundamental rasgo
en la Fisonomía de la caridad cristiana es la comprensión del alma de nuestro
prójimo.
La segunda característica de la caridad
es no anidar antipatía o rencor hacia determinadas personas que nos han
hecho mal o cuyo comportamiento nos resulta repulsivo, algo muy frecuente
incluso entre cristianos practicantes. Tengamos muy en cuenta que el mal más
grave en un cristiano es el rencor o el odio, pues es la contradicción más
rotunda del cristianismo como religión del amor. Es aquí donde principalmente
se manifiesta que la caridad cristiana es sobrenatural y que practicamos el
amor a los enemigos que nos pide Cristo. Por lo demás, la antipatía o el odio
exageran injustamente los aspectos negativos de las personas que odiamos,
haciéndonos ciegos a las cosas positivas que seguramente tienen.
La tercera característica de la caridad
es evitar criticas e insultos, que solo vemos en poquísimos
cristianos. La crítica y los insultos al prójimo constituye un ejercicio
habitual de la condición humana, y los pecados de la lengua -todos lo sabemos-
son, sin duda, los más abundantes. El mal, por supuesto, suscita rechazo y crítica,
y no podemos permanecer indiferentes ante ciertos comportamientos negativos de
nuestro prójimo; pero nuestra crítica ha de ser prudente y sosegada, orientada más
a la reflexión que puede hacer el bien, que, al desahogo pasional, que siempre
empeora la cosas y muchas veces, en lugar de la discusión, ante ciertas
conductas irracionales lo mejor es el silencio, más elocuente que las palabras.
La cuarta característica de la caridad es
hacer el bien al prójimo sin exigir nada a cambio, tal como nos pide el
evangelio (Cf Lc 14, 12-13). Es una de las grandes diferencias entre el amor
cristiano y el amor natural humano. En el amor humano, se exige reciprocidad -nuestro
afecto espera siempre correspondencia, sea el afecto del otro, o su
reconocimiento o su gratitud-; en el amor cristiano, por el contrario, hemos de
hacer el bien desinteresadamente, más allá incluso que el amor materno,
imitando el amor misericordioso de Dios “que hace salir su sol sobre malos y
buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). La caridad
cristiana práctica, ciertamente, la justicia, pero es mas elevada que la
justicia.
La quinta característica de la caridad
cristiana es la amabilidad y buen trato con el prójimo, a la que san
Francisco de Sales, muy acertadamente, consideraba como “la más bella flor” de
esta gran virtud. En las relaciones humanas, ser frio, indiferente o huraño indica
falta de afecto y distanciamiento, mientras que la amabilidad es la principal
manifestación de atención y cercanía a las personas, respeto y aprecio a su
dignidad, y deseo de hacer agradable su vida. Esto lo sabemos muy bien todos en
nuestra vida diaria, tan necesitadas de las buenas maneras. Una sonrisa, un
gesto de simpatía o una atención, aparte de definir a una persona como “buena” es
una gran manera de manifestar nuestro amor al prójimo.
Publicado en: Revista Madre y Maestra.
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