Dos minutos | José Lorenzo/RD
¿Por qué la mejor cultura
cristiana
la crean los ateos?
¿Por qué la Rosalía canta a San Juan de la Cruz, sin que la crítica la
llame mojigata?
¿Por qué las mejores letras están en quienes buscan y no en quienes
tienen a Dios todo el día en la punta de la lengua?
¿Por qué las mejores entrevistas sobre la vida las ofrecen desahuciados
en televisiones que apoyan la eutanasia?
La respuesta a las preguntas anteriores es esta:
por el lenguaje. Que no se imposta, sino que nace de una convicción íntima.
Comparto en los párrafos siguientes uno de los puntos que abordé en la
conferencia que sobre El papel de los creyentes en estos tiempos pandémicos
ofrecí el pasado 6 de abril dentro de la Cátedra de Teología Contemporánea
‘José Antonio Romeo’, y que aparecerá próximamente publicada por la editorial
Tirant lo Blanch.
La Iglesia tiene que ser y hacerse cultura, un
ámbito al que la institución parece que renunció hace siglos. Pero no
constriñamos el campo a algo así como poner en valor la riquísima pintura,
escultura, arquitectura cristiana o las maravillosas composiciones de música
sacra que jalonan la historia del arte. Hacerse cultura es mucho más.
(…) Cambiemos el lenguaje. Utilicemos el de la
aproximación, la investigación conceptual, nuevos modelos, formas, expresiones,
y desterremos el de la apologética. ¿De qué nos sirve arrogarnos la defensa de
la vida si cuando queremos expresarla lo hacemos hiriendo a otros? ¿Por qué el
mejor cine cristiano es el que hacen los no creyentes? ¿Por qué las mejores
letras religiosas están en quienes buscan sin encontrar y no en las de quienes
tienen a Dios todo el día en la punta de la lengua? ¿Por qué la Rosalía canta a
San Juan de la Cruz sin que la crítica la llame mojigata? ¿Por qué la mejor
poesía es la de quienes trabajan con la duda y esperan en ella? ¿Por qué las
mejores entrevistas sobre la vida la ofrecen fuera de los marcos religiosos
quienes tienen los días contados, lo saben, pero nunca pedirían la eutanasia?
Siglos de sermoneo y moralismo
Es lógico. Son siglos de predicación en donde se
ahoga y reprime la celebración festiva de la fe, el “Alegraos” del Jesús
resucitado que acabamos de revivir este pasada Semana Santa. Lo decía José
Román Flecha ya en 1985: “Hay demasiado moralismo en muestra predicación.
Sermones y homilías enfatizan lo que los hombres han de hacer, en lugar de
invitar a celebrar lo que Dios ha hecho por nosotros. Los creyentes acarician
la secreta pretensión de guardar los mandamientos para salvarse, en lugar de
vivir esos valores porque han sido salvados”.
Treinta y cinco años después, ¿han cambiado mucho
los sermones, las homilías, los lenguajes? Afortunadamente ha venido un Papa
que sin ser tan sonriente como alguno de sus predecesores, valora mucho el
sentido del humor, tanto que encuentra que el propio Evangelio es un gran
productor de alegrías, de buenas vibraciones, de ahí el nombre de su primera
exhortación, La alegría del Evangelio.
Y que transforma los lenguajes, la forma de
comunicarnos, de crear belleza, cultura… “Hemos de reformular nuestro pasado
cultural, cristiano por más señas, conforme a nuestro lenguaje y sensibilidad”.
Es el deseo del sacerdote y escritor Pablo d’Ors, miembro de la Pontificia
Comisión para la Cultura y que ha encontrado el abrazo de su presidente, el
cardenal Ravasi, para librarse de los neoinquisores que le han visto demasiado
licencioso en sus reflexiones teológicas y espirituales.
De Juan Manuel de Prada a Pablo d'Ors
Él encarna hoy el papel del intelectual cristiano,
conocido y reconocido por miles de lectores y por una crítica que, eso sí,
tiende a olvidar o desconocer su ministerio consagrado. Pero cuando ha surgido
sin demasiado fuste una especie de debate sobre si hay o no intelectuales
cristianos, este místico del siglo XXI es una muy rara avis a la que podríamos
ponerle esa etiqueta, aunque seguro que no se sentiría muy cómodo en ella,
probablemente porque no le gustan las etiquetas, condición que yo considero que
es la prueba del algodón para ser ese creador de pensamiento.
La alegría nos cambia la cara… y el mensaje. Y
provoca pequeños, o quizás no tanto, pasos transformadores en la aportación del
cristiano a la cultura, donde, no nos equivoquemos, tampoco hay grandes
referentes ni estímulos. Pero se empieza a oír el palpitar de jóvenes poetas,
fotógrafos, músicos… que nos pueden ayudar a pasar definitivamente la página en
la que para muchos el único referente intelectual cristiano que teníamos
orbitando alrededor del mundo de la cultura era el escritor Juan Manuel de
Prada.
Claro que sus aportaciones, en mi opinión, abundan
en el viejo estereotipo del cristiano –o creyente- que necesita más doctrina
que parábolas, más caminos bien señalizados que sendas por las que internarse.
Y además no oculta que este Papa no es muy de su gusto. Desde luego, no lo es
Fratelli Tutti, que, según sus palabras, “se desliza hacia la cháchara
sociológica, cuando no hacia un cierto utopismo ruborizante”.
Ruptura entre Evangelio y cultura
Así pues, el campo de la intelectualidad cristiana
en España diría que sigue bastante yermo. Pero no es esta una tipicidad
española. El extrañamiento entre fe y cultura ya lo diagnostico bien el
Vaticano II, y no le dolieron prendas en reconocerlo a Pablo VI en Evangelii
Nuntiandi: “La ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama
de nuestro tiempo”.
Una ruptura que se venía trabajando a conciencia
desde hacía siglos, solo roto por pequeños destellos de lucidez pastoral que se
consumían como esos bólidos astrales al entrar en la atmósfera. Podrían ponerse
mil y un ejemplos, pero recordemos que ya Tertuliano, en su Prescripción contra
los herejes, decía todo ufano que “no tenemos necesidad de discusiones
alambicadas, porque tenemos a Jesucristo; ni tenemos curiosidad, porque tenemos
el Evangelio. Poseyendo nuestra fe, no deseamos ninguna otra ciencia”. (…)
En este sentido, hay cosas que no han mejorado. Y
hay una razón, precisamente cultural, para entender que es la propia cultura
endogámica en la Iglesia la que la ha llevado a su propio gueto, en el que
tampoco se siente muy incómoda, reconozcámoslo, siendo efectivamente
contracultural, pero en el sentido más literal.
La teología, más doctrina que cultura
“Tampoco hay de qué extrañarse -dice Pablo d’Ors-.
Cuando la fe está viva, es necesariamente creativa, y entre las muchas cosas
que crea está la teología, el pensamiento alentado por la fe. Eso hoy apenas
existe, y las razones son muchas”. Entre ellas, cita el “tener al mundo en
contra”. Es cierto, pero, ofrece también una “razón interna, de índole más
estrictamente eclesial, y que tiene que ver con que “la teología no ha sido
entendida fundamentalmente como cultura, sino como doctrina (…) No ha lanzado
puentes al arte o al pensamiento espiritual desde horizontes menos domésticos”.
Sucede hoy, sin embargo, que tenemos a un Papa a
quien no pocos denostan porque consideran su formación teológica muy
mediopensionista y, sin embargo, está siendo un potente ariete contracultural,
en el sentido de aporte al diálogo, precisamente con unos textos que puede leer
y entender todo el mundo.
Y esa aportación intelectual con un sello tan
característico como reconocible, llega en un momento histórico de fatiga de las
ideas, donde la opinión, sin ser necesariamente fundamentada, se impone sobre la
reflexión. Las redes sociales marcan la pauta, donde todo se va degradando,
manoseando en una especie de huida hacia delante de la que tampoco se salva la
cultura.
Aportaciones de Francisco al cambio cultural
Y en esto aparecen Laudato si’ y Fratelli Tutti,
textos hoy imprescindibles no solo para los creyentes, por supuesto los de a
pie, pero también para poder hablar de tú a tú con los pocos que aun quieren
escuchar y se preocupan por el devenir de la sociedad y del mundo. Lo captaba
con su ácido descreimiento y doliente sagacidad El Roto en una de sus viñetas
en El País. Días después de la publicación de Fratelli Tutti, en octubre del
año pasado (3 de octubre en Asís), en una de sus viñetas se veía a un hombre
gritando desde un campanario: “El Papa ha dicho que el capitalismo ha muerto.
¿Y ahora qué va a pasar?”, se preguntaba aquel trazo de tinta negra.
Ese "¿y ahora qué va a pasar?" es una
pregunta clave para posicionamientos culturales y pastorales pospandemia, que
situarían a la Iglesia, si es capaz de aprovecharlo, a la cabeza de la
reflexión, en la primera línea para hacer aportaciones de sentido para
gestionar el presente y el futuro sin que el mundo se nos vaya de las manos.
(…) Así pues, la ecología es cultura, la economía
también lo es, como la inteligencia artificial debe serlo, y la bioética, la
astrofísica y resto de ciencias son cultura. Y lo que le pasa a mi bolsillo
también lo es. Y por primera vez en siglos, el cristiano, el creyente de a pie
puede ser contracultural sin ser anticultural. Como dice Kazuo Ishiguro, Nobel
de Literatura en 2017, preocupado por unos tiempos en donde se nos convierte en
datos con los que se trafica y se nos buscan repuestos a través de la
manipulación genética y se achican los espacios para el pensamiento en común,
“se trata de que las nuevas ideas contengan humanidad y humanismo”.
La cultura del encuentro, ¿no es crear cultura?
¿Y quién puede decir que la Iglesia, a lo largo de
sus dos mil años de historia, no tiene nada que aportar en esta cuestión?
¿Quién puede sostener que el creyente meditabundo, que camina con la mirada
baja, no tiene en el magisterio de este Papa unas preciosas líneas maestras
para caminar hacia esa nueva cultura que es la cultura del encuentro?
¿Realmente no es esto crear cultura?
(...) Y esta revolución (también cultural) puede
partir del rellano de nuestra escalera e ir creando redes, ir dotando de tejido
identitario a una sociedad civil que aún no ha perdido su humanidad, como hemos
visto en tantos casos durante la pandemia. Pero que está embrutecida,
interesadamente embrutecida. No se trata de cambiar el mundo en un día, pero sí
de ir moldeando nuestro entorno más inmediato para llenarlo de sentido y de
vida, de construir lo nuevo a poquitos. También su cultura.
Publicado
por Religión Digital:
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