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    lunes, 10 de mayo de 2021

    La Pascua


    Espiritualidad Litúrgica | Roberto Núñez, msc





    La Pascua

     

    «Ha sido inmolada nuestra víctima pascual; Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad» (1Co 5,7-8).

     

    Mayo nos ofrece la oportunidad de continuar adentrándonos en el misterio de la Pascua. Por eso les propongo seguir reflexionando en torno al “paso” de Jesús.

     

    La palabra “Pascua” viene del hebreo “pesah”, cuyo significado parece ser “cojear”, “saltar”, “pasar por encima”, haciendo referencia al algún “salto” ritual y festivo propio de la antigüedad. Más adelante, los israelitas lo refirieron al hecho de que Yahvé “pasó de largo” por sus puertas en el último castigo infligido a los egipcios. Y más tarde lo refirieron al paso del mar Rojo y al tránsito de la esclavitud a la libertad. En arameo la palabra es “pas.ha”, de la cual deriva el griego “pascha”.

     

    Para los judíos, la Pascua era la fiesta más importante, teniendo ésta dos bases muy antiguas que la fundamentan: desde los tiempos de Canaan y los patriarcas se celebraba la inmolación de los corderos en primavera, rito propio de los pastores nómadas, y la fiesta de los panes ázimos, realizado por los pueblos agrícolas, sedentarios. En ambos casos se ofrecía a Dios las primicias de los rebaños y de las cosechas.

     

    Más adelante el pueblo une a estas fiestas el recuerdo de la liberación y salida de Egipto y la Alianza en el Monte Sinaí. De ahí, la fiesta pasó a convertirse en “memorial” de la salvación realizada por Dios a favor de su pueblo. Al darse la fusión de los elementos naturales y salvíficos, la fiesta se enriqueció grandemente, hasta adquirir un carácter escatológico y mesiánico.

     

    En el Nuevo Testamento la Pascua es fundamental para entender la obra de Jesús y la Eucaristía. San Juan nos da una clave al decir: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1). El paso de Cristo al Padre, en su hora crucial de muerte y resurrección es lo que da sentido nuevo y pleno a la Pascua.

     

    En la muerte y resurrección es donde Cristo, el verdadero Cordero pascual, ofreció el sacrificio definitivo y consiguió la Nueva Alianza, la reconciliación de Dios con la humanidad. Lo que da origen así al nuevo pueblo.

     

    Como los judíos celebraban cada año el memorial de su Pascua-Éxodo, ahora los cristianos reciben el encargo de celebrar el memorial de la Pascua de Cristo, que es la Eucaristía. Ahora con un ritmo más frecuente.

     

    El Catecismo profundiza este sentido: «La Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades”, como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S. Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. fest. 329), así como la Semana santa es llamada en Oriente “la gran semana”. El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido».[1]

     

    La Pascua fue para los Apóstoles, y debe serlo para nosotros hoy, un tiempo fundamental. Ellos debieron recorrer un itinerario de vida de fe, para adquirir la plena conciencia del nuevo modo de presencia de Jesús resucitado en medio de ellos.

     

    Jesús resucitado educa a los Apóstoles a través de las varias apariciones para que comprendan los signos nuevos de su acción en el mundo. Ellos experimentan nuevas prácticas en el ejercicio de la fe y siempre están tentados a la incredulidad. Para nosotros hoy debe constituir un tiempo de profundización de la fe y de sus signos.



    [1] CEC 1169.



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