Convivencia
| José Enrique Galarreta/FA
Perdonar
siempre
Mt
18, 21-35
Esta
parábola no tiene paralelos en los otros evangelios, y su forma es
profundamente aramea, Galilea.
La
proposición de Pedro es ciertamente generosa. Siete veces es ya un número
simbólico (todos los números suelen serlo en la Escritura), que indica
abundancia, generosidad. Pero generosidad con lÃmite legal: después de perdonar
siete veces, ¿qué pasará con la ofensa número ocho?
La respuesta
de Jesús "setenta veces siete", no significa cuatrocientas noventa
veces sino "siempre". Son los modos, concretos y plásticos de
expresarse de aquel tiempo. Significa que mi disposición a perdonar es
permanente, no depende del número de las ofensas recibidas.
El mensaje
de la parábola no está en la manera de actuar del señor sino en la manera de
actuar del siervo "malvado", como retrato negativo. Es importante
hacer esta precisión, en ésta y en todas las parábolas, si no queremos sacar de
ellas consecuencias no queridas por Jesús.
Las
parábolas, no nos cansemos de recordarlo, no son alegorÃas en las que todo
detalle tiene su significado: son historietas con muchos detalles que sólo dan
colorido a la narración, para sacar una conclusión, un mensaje.
AquÃ, la
conducta del señor es solamente un detalle de la narración, sin significado. Lo
vemos claramente en que el Señor no perdona más que una vez al siervo malvado,
-no "setenta veces siete"- cuando Dios sà que perdona.
Sacar de
esta parábola la conclusión de que Dios acaba castigando con el fuego eterno
está en contradicción con toda la enseñanza de Jesús. Es la imagen del siervo,
perdonado en lo mucho e incapaz de perdonar en lo poco, lo que constituye el
centro del mensaje.
El texto que
leemos tiene una conclusión: "Asà lo hará Dios con vosotros, si no
perdonáis a vuestros hermanos". Es más que dudoso que la conclusión sea de
Jesús. Jesús suele dejar las parábolas "abiertas". Una vez concluida
la narración, "el que tenga oÃdos que oiga".
Pero no
pocas veces, el uso de las parábolas en las catequesis y en las eucaristÃas les
ha ido añadiendo moralejas y consecuencias, que no pocas veces representan más
las reflexiones de la comunidad que las palabras de Jesús. La
"conclusión" de la parábola de hoy parece ser un ejemplo claro de
esto.
El perdón es
uno de los centros neurálgicos de la Buena Noticia, y es un buen test de la
sinceridad y también de la madurez de nuestra fe. Jesús habla del perdón de
muchas maneras.
En sus
dichos: "perdonad y seréis perdonados", "la parábola del hijo
pródigo", "perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a
nuestros deudores"...
Y muy
especialmente en sus hechos, en su manera de comportarse con las personas: la
adúltera, la mujer que le unge los pies en casa de Simón, la rehabilitación de
Pedro, el Buen ladrón, y el "perdónales porque no saben lo que
hacen".
La parábola
de hoy muestra el fundamento último de nuestro talante de perdonar. Perdonamos
porque Dios perdona, y esto, a dos niveles. Ante todo, el que ha conocido a
Dios, a Abbá, sabe que está perdonado de antemano, que Dios es un permanente
perdón, una acogida inquebrantable. Es la aplicación concreta de lo que vimos
ya el domingo pasado: me siento querido y respondo queriendo; me siento perdonado
y respondo perdonando.
Pero no
solamente como una obligación sino, ante todo, como una conversión, un cambio
de corazón. He experimentado que estoy vivo gracias a que Dios no pasa factura.
He experimentado que puedo existir a pesar de mis errores. He experimentado en
mà mismo cómo es el modo humano de vivir: dándose una y otra vez oportunidades,
no exigiendo de nadie la perfección sino el afán de mejorar a pesar de los
fallos.
Lo he
experimentado en mÃ, en cómo se porta Dios conmigo, y vivo asÃ, portándome asÃ
con todos. No por exceso de misericordia, sino porque esa es la verdad, la
condición humana, limitada y caminante. Dios es asÃ, Dios acierta, yo quiero
ser asÃ.
La parábola
del hijo pródigo muestra bien la esencia de la relación paterno-filial. El hijo
vuelve, y es considerado otra vez como hijo. La justicia misericordiosa le
habrÃa admitido como criado. El padre le reconoce como hijo. De ahà que el hijo
se sienta urgido en el futuro a portarse como hijo. Esa es la fuente de nuestro
amor a Dios y a los demás, la fuente del perdón que dispensamos siempre.
Jesús, en el
momento de ser crucificado, se porta como Hijo. No se porta como los que le
están crucificando. No les devuelve el mal que le hacen. Se porta como Hijo,
sigue queriendo su salvación. Se porta como Dios, su Padre.
Quizá la
expresión más atrevida de este clima es la que propone el Padrenuestro.
"Perdónanos como nosotros perdonamos". Si se considera como una
proposición a Dios, invitándole a que su perdón sea respuesta al nuestro, es un
suicidio.
La realidad
deberÃa ser la opuesta: "haz que perdonemos como Tú nos perdonas".
Pero no se trata de un pacto, de un comercio. Se trata de expresar nuestra
condición de hijos, de reconocer que estamos dispuestos a instalarnos entre
nosotros en el mismo clima de perdón en que cada uno se sitúa delante de Dios.
No debemos
omitir sin embargo un aspecto extraordinariamente delicado en la aplicación de
todo lo anterior a las circunstancias concretas.
Si unos
pocos de la sociedad perdonan siempre todo, y los demás siguen ofendiendo. Si
los ladrones son perdonados sin más, si los polÃticos corruptos son perdonados
sin más, si los terroristas asesinos son perdonados sin más, si los poderosos
siguen explotando a los débiles y son perdonados sin más... la sociedad
canoniza a sus mismos destructores, deja inermes a las personas y se destruye a
sà misma.
El perdón no
es un salvoconducto para obrar mal, ni significa que lo mal hecho no tenga
importancia.
Dicho de
manera quizá demasiado tajante, aspiramos a que sea posible una sociedad basada
en el perdón. Pero no estamos en ella. El perdón radica en la conversión. El
mundo del pecado no deja sitio al perdón; puede aspirar como mucho a imponer la
justicia. Y hay muchas circunstancias en el mundo en que no podemos aspirar a
otra cosa que a la justicia.
Sin embargo,
los que siguen a Jesús no se conforman con que se haga justicia, aunque esto
sea evidentemente necesario: aspiran a la reconciliación cordial de las
personas. Aspiran a que sea posible el perdón, pero esto no depende solo de
ellos. Tendrán que limitarse a hacer justicia, aunque, si son seguidores de
Jesús, añorando no poder condonar la deuda sin más.
La cumbre
del perdón, lo más difÃcil e incluso incomprensible, es el amor a los enemigos.
En esto, como en todo, el modelo perfecto es el mismo Jesús. Mientras le
crucifican, Jesús ora por los que le están clavando. Evidentemente, no es que
le caigan bien, no es que sienta amistad por ellos. Pero sà es que por su parte
no les desea mal. Ellos son enemigos de Jesús, pero Jesús no es enemigo de
ellos.
Pero este
"amor a los enemigos" no le ha impedido a Jesús atacar, ridiculizar y
agredir verbalmente a los escribas y fariseos, y expulsar del Templo a
latigazos a los traficantes de ganado. Y también a todos esos les ama Jesús y
desea su salvación. Tampoco los considera enemigos. Pero les desenmascara, les
ataca, les excluye.
El fondo de
todo esto está sin duda en una disposición interior, en un deseo de ser hermano
de todos y de portarse como tal. Son mis pecados y sus pecados los que pueden
hacerlo imposible.
Y cuando es
imposible de hecho, cuando mis o sus pecados, o ambos, nos obligan a descender
al terreno de la simple justicia, el corazón cristiano deberá sangrar.
Alegrarse del castigo puede significar renunciar a la compasión, manifestando
asà que nuestro corazón no es fraternal, no es como el de Jesús.
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