Pensamiento | François Euvé/LCC
Ambivalencia
de la culpa (I)
El
cristianismo es acusado, a veces, de ser una religión que, en el fondo, se
opone a la vida. Al ubicar la salvación en un «más allá» inaccesible, estarÃa
invitando a abandonar este mundo, el mundo concreto, la vida real, en favor de
un mundo idealizado, el «cielo» antes que la «tierra». En consecuencia, y no
obstante las afirmaciones contrarias, el cristianismo despreciarÃa el cuerpo,
favorecerÃa una ascética morbosa, valorarÃa el sufrimiento. Esto alimentarÃa un
perpetuo sentimiento de culpa, que, al recordar al hombre su condición de
pecador, lo mantendrÃa dependiendo de una divinidad omnipotente. HabrÃa en la
culpa una suerte de debilidad, de pusilanimidad, una rendición a la llamada de
la vida. Para Nietzsche, «sentirse culpable es rechazar la vida»[1].
Un sentimiento
en retroceso
Por el
contrario, ¿no es acaso la vida expansión, autonomÃa, libertad? ¿Acaso la
humanidad no se esfuerza, desde hace siglos, por librarse de los determinismos
naturales, de los miedos a las fuerzas oscuras que la mantenÃan esclava? El
conocimiento cientÃfico de la naturaleza, y luego del ser humano, permite
dominar estas fuerzas, ayudando a la humanidad «iluminada» a dejar la infancia
para entrar en la madurez de la edad adulta. No existe algo asà como un mal
invencible, fuera del alcance de las acciones humanas. La infelicidad que
afecta a la humanidad no es consecuencia de una culpa anterior, de un pasado
pecaminoso, del que serÃamos siempre culpables.
Si todavÃa
existen culpables que la justicia se esfuerza por condenar, nosotros pensamos
que son vÃctimas de situaciones injustas, de tratos crueles o de educaciones
defectuosas, más que personas enteramente responsables de sus actos. Nuestro
tiempo está más inclinado a mostrar compasión por las vÃctimas que a castigar a
los culpables (aunque las cosas pueden invertirse rápidamente, si se difunde un
sentido colectivo de inseguridad). Alguien comete actos de pedofilia porque en
su infancia fue, él mismo, vÃctima de abusos. El acto delictual es real, pero
el motivo debe buscarse en un complejo juego de causalidades antes que en la
voluntad perversa de la persona.
Otros
elementos contribuyen al actual retroceso del sentimiento de culpa (siempre que
no lo agraven). El futuro se ha vuelto mucho más incierto, menos predecible. La
caÃda de las grandes utopÃas ha hecho fracasar la esperanza de una
transformación profunda del injusto orden del mundo. Peor aun, empezamos a
darnos cuenta de que los sistemas adoptados para mejorar la vida, derivados del
progreso cientÃfico y técnico, incluso los ideológicamente más «neutrales» (a
diferencia de las utopÃas), se tornan al final en contra de la humanidad.
Cuando pensábamos dominar el curso de los acontecimientos y prever las etapas
del progreso de la humanidad hacia un futuro mejor, permanecemos desconcertados
frente a lo que sucede, como si una fatalidad maligna guiase nuestro destino.
Más que el progreso, es la catástrofe lo que nos acecha.
¿Somos
realmente responsables? Efectivamente son las acciones del hombre las que ponen
en peligro el bienestar de la humanidad. Pero estas acciones están tan
conectadas entre sÃ, y las redes de dependencia son tan intrincadas, que
resulta casi imposible aislar las responsabilidades individuales. Si los
expertos coinciden en que el sobrecalentamiento climático es de origen humano,
¿quién puede sentirse realmente culpable? Siempre es posible denunciar esta
instancia o aquella, a individuos, gobiernos, grandes grupos industriales… Sin
embargo, la complejidad de los sistemas en acción, el elevado número de
parámetros, admiten también la invocación de argumentos contrarios de igual
verosimilitud. Una culpa colectiva diluye la responsabilidad individual.
Además, siempre es posible pensar que existe una concomitancia en las causas
que proviene de un desarrollo fatal, más que de un juego de responsabilidades.
O bien, la culpa es tan evidente que paraliza cada iniciativa. Tanto la falta
de culpa como su exceso conducen a la inercia.
Frente a este
destino inquietante, y en buena parte desconocido, ¿no es acaso más razonable
promover la espontaneidad de la «vida», aquà y ahora, que pensar en grandes
transformaciones que conllevarÃan sacrificios en el presente para obtener un
beneficio futuro, lejano, incierto? Al situar la salvación en un horizonte
«escatológico», ¿no impide acaso el cristianismo gozar plenamente de la vida
presente? ¿Para qué dejar para mañana lo que podemos obtener hoy?
Por un lado,
la referencia a la ley se ha vuelto problemática y, por otro, la evaluación de
las consecuencias de nuestros actos se ha vuelto demasiado complicada. ¿No se ha
convertido, el sentimiento de culpa, en un fardo voluminoso e inútil, que
impide vivir intensamente el momento presente?
¿Qué visión
del hombre?
El
cristianismo actual ha tomado en consideración la crÃtica sobre el sentimiento
de culpa. Se ha vuelto más acogedor hacia las personas. Su antropologÃa se ha
vuelto más positiva que en los siglos pasados. La noción de pecado disminuye.
La “pastoral del miedo”, que marcaba las mentalidades, ha sido sustituida por
una pastoral de la misericordia.
Se ha
recordado oportunamente que, de acuerdo a los relatos del evangelio, Jesús es
particularmente acogedor con las vÃctimas, y menos rápido que sus adversarios
para acusar. En estos relatos, el perdón prevalece ampliamente sobre el juicio.
Respecto de la
culpa, el cristianismo da cuenta, en efecto, de una inversión completa, como
destacaba Joseph Ratzinger: «Casi todas las religiones giran en torno al
problema de la expiación; nacen de la conciencia de que el hombre ha de estar
en culpa delante de Dios, y evidencian el esfuerzo por poner fin a este
sentimiento de culpa, borrando el pecado con obras de expiación que se ofrecen
a Dios»[2]. Al contrario, el culto cristiano es acción de
reconocimiento del don antes de ser una obra humana, ofrecida a Dios. El
Evangelio muestra que no son tanto los pecadores que se dirigen al Salvador
para saber qué deben hacer, como el Salvador que se acerca a ellos para
decirles que Dios ya los ha perdonado, antes incluso de cualquier acción humana
realizada en ese sentido[3].
Dicho esto, es
necesario reconocer que la práctica efectiva no siempre correspondió a este
programa generoso. La pastoral del miedo concordaba con una antropologÃa de
tipo «jansenista», que influyó por mucho tiempo en las mentalidades, aunque
esta fuera condenada firmemente en el plano teológico. HabrÃa que preguntarse
sobre el éxito paradojal de esta doctrina, cuya rigurosidad moral deberÃa haber
tenido, por el contrario, un efecto desalentador. Un motivo deriva, tal vez, no
de su moral, sino de su sistema de representaciones, uno de cuyos rasgos
llamativos es el de ser profundamente racional. De forma sin duda extrema, el
jansenismo corresponderÃa a una tendencia profunda – caracterÃstica del
pensamiento occidental, a partir de la antigüedad griega – a afirmar la superioridad
del espÃritu sobre el cuerpo, de la razón sobre la afectividad, del elemento
mental sobre el fÃsico. El jansenismo serÃa, como otras doctrinas equivalentes,
una escuela de dominio de sà mismo, que protege a la persona de lo que está más
allá de su control. En consecuencia, el sistema moral que se desarrolla puede
parecer pesado en su rigor, pero tiene la ventaja de delinear completamente el
espacio de acción. Tenemos, aquÃ, una imagen del mundo simple y clara, lo que
explica la fuerza de su seducción. Los sistemas binarios son más operativos que
aquellos que toman en cuenta la complejidad irreductible de las cosas.
Bajo muchos
aspectos, el jansenismo corresponde a la mentalidad moderna del hombre de
acción, siempre esforzándose por alcanzar una meta, eternamente insatisfecho de
los resultados obtenidos, culpable de no haber hecho más. El sentimiento de
culpa impide gozar la vida aquà y ahora, pero alimenta el fuerte deseo de un
futuro diferente.
Esto muestra
hasta qué punto el sentimiento de culpa es una realidad ambivalente. En primer
lugar, está presente en nuestras vidas «como un mecanismo espontáneo,
individual, sobre el que el sujeto no tiene control alguno»[4]. Si queremos prescindir de él, corremos el riesgo de
caer en una forma de idealización que intentarÃa aclarar completamente la
complejidad del alma. Una vez reconocido, debe ser evaluado. Hay un sentimiento
de culpa «malo», que impide vivir; pero existe también un sentimiento de culpa
«bueno» cuando, llamando la atención sobre la responsabilidad, favorece la
emergencia de una libertad auténtica. A su vez, este sentimiento de culpa
«bueno» debe responder a las siguientes preguntas: ¿cómo se ejerce esta
libertad? ¿Para beneficio de quién?
De la libertad
a la conciencia
El
cristianismo no inventó la culpa, que es un dato antropológico fundamental[5]. SÃ, en cambio, la transformó. Una contribución
bÃblica ampliamente reconocida es la de haber valorizado la responsabilidad de
las personas.
Es
sorprendente constatar la importancia que la antropologÃa de los primeros
siglos cristianos atribuye a la noción de libertad. Esta no era desconocida
para el pensamiento antiguo, que, no obstante, permanece principalmente en un
nivel «cosmológico». El hombre pertenece a un cosmos, y debe esforzarse por
vivir en armonÃa con este. Análogamente, la obediencia de las leyes civiles es
un componente esencial de la vida buena. Pueden surgir conflictos entre estas
leyes y la conciencia individual, como en el caso emblemático de AntÃgona, pero
la conclusión de estos conflictos es siempre trágica.
Para el
pensamiento cristiano, que se sitúa en la herencia bÃblica, el mundo surgió de
la voluntad creadora de un Dios personal. Dios, en cuanto ser personal, es
libre, tiene voluntad, está en el origen de todo lo que existe. En adelante
ninguna fatalidad amenazará el destino del mundo, porque Dios es el señor de la
historia. El actuar cristiano ya no depende de los «elementos del mundo». El
destino del ser humano, creado a imagen de Dios, no está escrito en las
estrellas.
La teologÃa
cristiana distingue claramente la persona humana del resto de la naturaleza. Su
libertad no fue arrebatada a la divinidad, como en el mito de Prometeo, no fue
conquistada trágicamente, sino que es «original»[6]. AsÃ, se puede observar una transformación en el
orden de las cosas; ya no existe, en el orden de la creación, una «naturaleza»
permanente, intocable.
En este punto,
destacar la libertad de las personas significa atribuirles una gran
responsabilidad. El hombre es responsable de sus actos. Justino, para inducir a
su interlocutor pagano a reconocer la libertad de la persona humana, recurre al
siguiente argumento: «Observamos, en efecto, que el mismo hombre pasa de un
comportamiento al opuesto. Si estuviera establecido que este fuera malo o bueno,
nunca estarÃa sujeto a comportamientos contrapuestos, ni cambiarÃa varias
veces. No habrÃan ni buenos ni malos, porque quedarÃa demostrado que es el
destino la causa del bien y del mal y que, por lo tanto, es contradictorio en
sà mismo»[7]. Si el comportamiento de un hombre cambia, significa
que no depende de un destino necesario.
La noción de
libertad está estrechamente vinculada a la de conciencia moral. Son
principalmente los «padres del desierto», monjes del siglo IV, los que en su
vida eremita meditan sobre los motores internos del alma y desarrollan los
primeros exámenes de conciencia. Es cierto que el esfuerzo constante para
alcanzar la perfección moral lleva a estar atentos a las faltas y a los
defectos, más que a las buenas cualidades… La lista de las culpas es de una
precisión impresionante. Una reflexión fecunda se desarrolla entorno a los
pecados llamados «capitales», porque encabezan (caput) o son la raÃz de
todos los pecados reales. Son tendencias internas de la personalidad que, según
las circunstancias, impulsan las acciones en una u otra dirección[8].
La tradición
monástica dará, enseguida, una larga y rica herencia. Entre los herederos de
los padres del desierto encontramos a los monjes irlandeses, los cuales, a
partir del siglo VIII, elaboran un sistema de confesión personal de los pecados
siguiendo una catalogación precisa. El examen atento de la propia conciencia ya
no es algo exclusivo de los monjes ascetas, sino que se convierte (o deberÃa
convertirse) en la práctica cotidiana de todo buen cristiano. Esta práctica puede
ser paralizante, si el sentimiento de culpa ahoga la conciencia; pero también
puede ser operativa, si ayuda a descubrir los defectos recurrentes.
Publicado por LaCiviltá Cattolica
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...