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    miércoles, 22 de septiembre de 2021

    Ambivalencia de la culpa (I)


    Pensamiento | François Euvé/LCC

     


    Ambivalencia de la culpa (I)

     

    El cristianismo es acusado, a veces, de ser una religión que, en el fondo, se opone a la vida. Al ubicar la salvación en un «más allá» inaccesible, estaría invitando a abandonar este mundo, el mundo concreto, la vida real, en favor de un mundo idealizado, el «cielo» antes que la «tierra». En consecuencia, y no obstante las afirmaciones contrarias, el cristianismo despreciaría el cuerpo, favorecería una ascética morbosa, valoraría el sufrimiento. Esto alimentaría un perpetuo sentimiento de culpa, que, al recordar al hombre su condición de pecador, lo mantendría dependiendo de una divinidad omnipotente. Habría en la culpa una suerte de debilidad, de pusilanimidad, una rendición a la llamada de la vida. Para Nietzsche, «sentirse culpable es rechazar la vida»[1].

     

    Un sentimiento en retroceso

    Por el contrario, ¿no es acaso la vida expansión, autonomía, libertad? ¿Acaso la humanidad no se esfuerza, desde hace siglos, por librarse de los determinismos naturales, de los miedos a las fuerzas oscuras que la mantenían esclava? El conocimiento científico de la naturaleza, y luego del ser humano, permite dominar estas fuerzas, ayudando a la humanidad «iluminada» a dejar la infancia para entrar en la madurez de la edad adulta. No existe algo así como un mal invencible, fuera del alcance de las acciones humanas. La infelicidad que afecta a la humanidad no es consecuencia de una culpa anterior, de un pasado pecaminoso, del que seríamos siempre culpables.

     

    Si todavía existen culpables que la justicia se esfuerza por condenar, nosotros pensamos que son víctimas de situaciones injustas, de tratos crueles o de educaciones defectuosas, más que personas enteramente responsables de sus actos. Nuestro tiempo está más inclinado a mostrar compasión por las víctimas que a castigar a los culpables (aunque las cosas pueden invertirse rápidamente, si se difunde un sentido colectivo de inseguridad). Alguien comete actos de pedofilia porque en su infancia fue, él mismo, víctima de abusos. El acto delictual es real, pero el motivo debe buscarse en un complejo juego de causalidades antes que en la voluntad perversa de la persona.

     

    Otros elementos contribuyen al actual retroceso del sentimiento de culpa (siempre que no lo agraven). El futuro se ha vuelto mucho más incierto, menos predecible. La caída de las grandes utopías ha hecho fracasar la esperanza de una transformación profunda del injusto orden del mundo. Peor aun, empezamos a darnos cuenta de que los sistemas adoptados para mejorar la vida, derivados del progreso científico y técnico, incluso los ideológicamente más «neutrales» (a diferencia de las utopías), se tornan al final en contra de la humanidad. Cuando pensábamos dominar el curso de los acontecimientos y prever las etapas del progreso de la humanidad hacia un futuro mejor, permanecemos desconcertados frente a lo que sucede, como si una fatalidad maligna guiase nuestro destino. Más que el progreso, es la catástrofe lo que nos acecha.

     

    ¿Somos realmente responsables? Efectivamente son las acciones del hombre las que ponen en peligro el bienestar de la humanidad. Pero estas acciones están tan conectadas entre sí, y las redes de dependencia son tan intrincadas, que resulta casi imposible aislar las responsabilidades individuales. Si los expertos coinciden en que el sobrecalentamiento climático es de origen humano, ¿quién puede sentirse realmente culpable? Siempre es posible denunciar esta instancia o aquella, a individuos, gobiernos, grandes grupos industriales… Sin embargo, la complejidad de los sistemas en acción, el elevado número de parámetros, admiten también la invocación de argumentos contrarios de igual verosimilitud. Una culpa colectiva diluye la responsabilidad individual. Además, siempre es posible pensar que existe una concomitancia en las causas que proviene de un desarrollo fatal, más que de un juego de responsabilidades. O bien, la culpa es tan evidente que paraliza cada iniciativa. Tanto la falta de culpa como su exceso conducen a la inercia.

     

    Frente a este destino inquietante, y en buena parte desconocido, ¿no es acaso más razonable promover la espontaneidad de la «vida», aquí y ahora, que pensar en grandes transformaciones que conllevarían sacrificios en el presente para obtener un beneficio futuro, lejano, incierto? Al situar la salvación en un horizonte «escatológico», ¿no impide acaso el cristianismo gozar plenamente de la vida presente? ¿Para qué dejar para mañana lo que podemos obtener hoy?


    Por un lado, la referencia a la ley se ha vuelto problemática y, por otro, la evaluación de las consecuencias de nuestros actos se ha vuelto demasiado complicada. ¿No se ha convertido, el sentimiento de culpa, en un fardo voluminoso e inútil, que impide vivir intensamente el momento presente?

     

    ¿Qué visión del hombre?

    El cristianismo actual ha tomado en consideración la crítica sobre el sentimiento de culpa. Se ha vuelto más acogedor hacia las personas. Su antropología se ha vuelto más positiva que en los siglos pasados. La noción de pecado disminuye. La “pastoral del miedo”, que marcaba las mentalidades, ha sido sustituida por una pastoral de la misericordia.

     

    Se ha recordado oportunamente que, de acuerdo a los relatos del evangelio, Jesús es particularmente acogedor con las víctimas, y menos rápido que sus adversarios para acusar. En estos relatos, el perdón prevalece ampliamente sobre el juicio.

     

    Respecto de la culpa, el cristianismo da cuenta, en efecto, de una inversión completa, como destacaba Joseph Ratzinger: «Casi todas las religiones giran en torno al problema de la expiación; nacen de la conciencia de que el hombre ha de estar en culpa delante de Dios, y evidencian el esfuerzo por poner fin a este sentimiento de culpa, borrando el pecado con obras de expiación que se ofrecen a Dios»[2]. Al contrario, el culto cristiano es acción de reconocimiento del don antes de ser una obra humana, ofrecida a Dios. El Evangelio muestra que no son tanto los pecadores que se dirigen al Salvador para saber qué deben hacer, como el Salvador que se acerca a ellos para decirles que Dios ya los ha perdonado, antes incluso de cualquier acción humana realizada en ese sentido[3].

     

    Dicho esto, es necesario reconocer que la práctica efectiva no siempre correspondió a este programa generoso. La pastoral del miedo concordaba con una antropología de tipo «jansenista», que influyó por mucho tiempo en las mentalidades, aunque esta fuera condenada firmemente en el plano teológico. Habría que preguntarse sobre el éxito paradojal de esta doctrina, cuya rigurosidad moral debería haber tenido, por el contrario, un efecto desalentador. Un motivo deriva, tal vez, no de su moral, sino de su sistema de representaciones, uno de cuyos rasgos llamativos es el de ser profundamente racional. De forma sin duda extrema, el jansenismo correspondería a una tendencia profunda – característica del pensamiento occidental, a partir de la antigüedad griega – a afirmar la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, de la razón sobre la afectividad, del elemento mental sobre el físico. El jansenismo sería, como otras doctrinas equivalentes, una escuela de dominio de sí mismo, que protege a la persona de lo que está más allá de su control. En consecuencia, el sistema moral que se desarrolla puede parecer pesado en su rigor, pero tiene la ventaja de delinear completamente el espacio de acción. Tenemos, aquí, una imagen del mundo simple y clara, lo que explica la fuerza de su seducción. Los sistemas binarios son más operativos que aquellos que toman en cuenta la complejidad irreductible de las cosas.

     

    Bajo muchos aspectos, el jansenismo corresponde a la mentalidad moderna del hombre de acción, siempre esforzándose por alcanzar una meta, eternamente insatisfecho de los resultados obtenidos, culpable de no haber hecho más. El sentimiento de culpa impide gozar la vida aquí y ahora, pero alimenta el fuerte deseo de un futuro diferente.

     

    Esto muestra hasta qué punto el sentimiento de culpa es una realidad ambivalente. En primer lugar, está presente en nuestras vidas «como un mecanismo espontáneo, individual, sobre el que el sujeto no tiene control alguno»[4]. Si queremos prescindir de él, corremos el riesgo de caer en una forma de idealización que intentaría aclarar completamente la complejidad del alma. Una vez reconocido, debe ser evaluado. Hay un sentimiento de culpa «malo», que impide vivir; pero existe también un sentimiento de culpa «bueno» cuando, llamando la atención sobre la responsabilidad, favorece la emergencia de una libertad auténtica. A su vez, este sentimiento de culpa «bueno» debe responder a las siguientes preguntas: ¿cómo se ejerce esta libertad? ¿Para beneficio de quién?

     

    De la libertad a la conciencia

    El cristianismo no inventó la culpa, que es un dato antropológico fundamental[5]. Sí, en cambio, la transformó. Una contribución bíblica ampliamente reconocida es la de haber valorizado la responsabilidad de las personas.

     

    Es sorprendente constatar la importancia que la antropología de los primeros siglos cristianos atribuye a la noción de libertad. Esta no era desconocida para el pensamiento antiguo, que, no obstante, permanece principalmente en un nivel «cosmológico». El hombre pertenece a un cosmos, y debe esforzarse por vivir en armonía con este. Análogamente, la obediencia de las leyes civiles es un componente esencial de la vida buena. Pueden surgir conflictos entre estas leyes y la conciencia individual, como en el caso emblemático de Antígona, pero la conclusión de estos conflictos es siempre trágica.

     

    Para el pensamiento cristiano, que se sitúa en la herencia bíblica, el mundo surgió de la voluntad creadora de un Dios personal. Dios, en cuanto ser personal, es libre, tiene voluntad, está en el origen de todo lo que existe. En adelante ninguna fatalidad amenazará el destino del mundo, porque Dios es el señor de la historia. El actuar cristiano ya no depende de los «elementos del mundo». El destino del ser humano, creado a imagen de Dios, no está escrito en las estrellas.

     

    La teología cristiana distingue claramente la persona humana del resto de la naturaleza. Su libertad no fue arrebatada a la divinidad, como en el mito de Prometeo, no fue conquistada trágicamente, sino que es «original»[6]. Así, se puede observar una transformación en el orden de las cosas; ya no existe, en el orden de la creación, una «naturaleza» permanente, intocable.

     

    En este punto, destacar la libertad de las personas significa atribuirles una gran responsabilidad. El hombre es responsable de sus actos. Justino, para inducir a su interlocutor pagano a reconocer la libertad de la persona humana, recurre al siguiente argumento: «Observamos, en efecto, que el mismo hombre pasa de un comportamiento al opuesto. Si estuviera establecido que este fuera malo o bueno, nunca estaría sujeto a comportamientos contrapuestos, ni cambiaría varias veces. No habrían ni buenos ni malos, porque quedaría demostrado que es el destino la causa del bien y del mal y que, por lo tanto, es contradictorio en sí mismo»[7]. Si el comportamiento de un hombre cambia, significa que no depende de un destino necesario.

     

    La noción de libertad está estrechamente vinculada a la de conciencia moral. Son principalmente los «padres del desierto», monjes del siglo IV, los que en su vida eremita meditan sobre los motores internos del alma y desarrollan los primeros exámenes de conciencia. Es cierto que el esfuerzo constante para alcanzar la perfección moral lleva a estar atentos a las faltas y a los defectos, más que a las buenas cualidades… La lista de las culpas es de una precisión impresionante. Una reflexión fecunda se desarrolla entorno a los pecados llamados «capitales», porque encabezan (caput) o son la raíz de todos los pecados reales. Son tendencias internas de la personalidad que, según las circunstancias, impulsan las acciones en una u otra dirección[8].

     

    La tradición monástica dará, enseguida, una larga y rica herencia. Entre los herederos de los padres del desierto encontramos a los monjes irlandeses, los cuales, a partir del siglo VIII, elaboran un sistema de confesión personal de los pecados siguiendo una catalogación precisa. El examen atento de la propia conciencia ya no es algo exclusivo de los monjes ascetas, sino que se convierte (o debería convertirse) en la práctica cotidiana de todo buen cristiano. Esta práctica puede ser paralizante, si el sentimiento de culpa ahoga la conciencia; pero también puede ser operativa, si ayuda a descubrir los defectos recurrentes.

     

    Publicado por LaCiviltá Cattolica

     

     

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