La Familia | Rosa Ruiz/VN
Ese desorden que nos enferma
Reviso
estos dÃas diversos escritos de los Padres de la Iglesia sobre la
enfermedad espiritual y la salud, lo sano y lo patológico del corazón humano en
lo más esencial: su relación con Dios. Aclaro: esta mirada patrÃstica sobre el
ser humano, luminosa y optimista, no habla de la persona creyente y bautizada.
Habla de todo ser humano, cuya dignidad y benevolencia natural proviene de la
creación y no de cualquier acción, decisión o mérito que la persona pueda
llevar a cabo en virtud de un credo, una iglesia o una moral concreta.
Con los
Padres de la Iglesia (sabiendo lo impreciso que es hablar asÃ, en general,
de tantos autores y tan diversos en algunos asuntos) suelo asombrarme porque
encuentro afirmaciones simples y básicas, que quizá damos por sabidas y que, a
mi juicio, en la vida real hemos olvidado o simplemente no las aplicamos.
Uno
de estos principios básicos y comunes al hablar de las enfermedades
espirituales y su terapéutica es repetir una y otra vez que “ninguna criatura
de Dios es mala (…) Es el uso racional o irracional (natural o patológico) que
hacemos de las cosas lo que nos hace virtuosos o perversos” (Máximo Confesor).
Todo
ser humano ha sido creado por Dios bueno
Puede
parecer un principio muy simple, pero basta intentar aplicarlo a nuestra vida
concreta, a la vida de la Iglesia o a cualquier noticia de actualidad, para ver
lo problemática que puede llegar a ser. Todo ser humano ha sido creado por Dios
bueno, con capacidades y virtudes naturales para crecer orientado hasta el fin
que le es propio: ser feliz unido a Dios, su final y su principio. En la medida
que hacemos uso de todo lo bueno que recibimos, crecemos hacia este fin natural
(racional); en la medida que lo usamos separándonos de esta orientación (o sea,
dirigiéndonos hacia nuestro propio ombligo, olvidándonos de los demás, de Dios
y de nuestro ser más auténtico), enfermamos. La consecuencia (y también la
causa) es el pecado.
Nos
enferma el desorden; nos enferma trastocar los medios en fines; nos enferma
desorientarnos; nos enferma no ser lo que somos, distorsionar lo más propio de
la vida y de lo humano. Con razón decÃa Doroteo de Gaza que “el
hombre está loco, no sabe ser feliz”, pues “cuando Dios se retira –al separarnos
nosotros, dice San Juan Crisóstomo– todo se pone patas arriba”.
Y
si esto es asà y creemos de verdad que nada en lo humano es malo, más allá del
uso que hagamos, me pregunto si serÃamos tan dados a declarar qué es bueno y
qué es malo, qué es digno de una catedral y qué debe ser repudiado, qué es
sacro y qué es profano. Ni hablar de gestos que rozan más lo mágico o
supersticioso que la fe profunda en Dios y en cada ser humano, imagen y
semejanza suya. Criaturas todas que nos desorientamos, que equivocamos el modo
y la medida tantas veces, pero que, según una de las tradiciones más antiguas
de nuestra fe, no dejamos de ser esencialmente buenos, ni perdemos la
dignidad. Simplemente necesitamos una y otra vez reorientarnos,
reubicarnos, convertirnos. Pero qué triste serÃa si Dios se acercara a mà y me
dijera que va a hacer un acto de reparación y purificación porque mi presencia
ha ensuciado su casa. Humanamente es cruel. Evangélicamente, impensable.
Publicado
por Vida Nueva
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