Vida
Humana | José Calderero de Aldecoa/A&O
De pandillero a capellán de prisiones
Álvaro
Sicán era pandillero en Guatemala, pero el ejemplo de un sacerdote le cambió.
Hoy es mercedario y trabaja con internos en Zaragoza. Su historia forma parte
de la última campaña de Xtantos.
Álvaro
Sicán es hoy capellán de la cárcel de Zuera (Zaragoza), pero bien podría haber
acabado recluido en ella. «Me tocó alguna vez pegar a alguien o agarrar un
bate. Incluso llegué a tener un arma en mis manos, pero, gracias a Dios, no
controlé el pulso y el disparo salió mal», confiesa. De hecho, muchos de los chicos
con los que Sicán se movía en su juventud, en su Guatemala natal, acabaron
muertos o entre rejas. «Algunos se suicidaron, otros murieron de sobredosis y
unos pocos acabaron en la cárcel», recuerda el sacerdote, que es uno de los
rostros de la última campaña de Xtantos, que anima a marcar la casilla de la
Iglesia en la renta. «Detrás de cada X hay una historia: personas con nombres,
apellidos y rostros concretos –como Álvaro– que en la Iglesia han encontrado
una mano tendida cuando sus vidas estaban rotas o a punto de estallar»,
explican desde la entidad.
Para
Álvaro esa mano tendida fue, además de la de su familia, que se empeñó en
educarlo en la fe desde pequeño, la de un franciscano al que el joven veía
recorrer las calles de su barrio a diario con un morral repartiendo comida a
los más necesitados. Ese ejemplo silencioso hizo brotar infinidad de preguntas
en el alma de un Sicán que todavía era capaz de admirar a alguien que ayudaba a
los demás, a pesar de que su vida, en ese momento, parecía ir en dirección
contraria. Álvaro era miembro de una de las peligrosas pandillas guatemaltecas.
Pero
cómo acaba el hijo de una familia católica involucrado en este mundo. Antes de
responder, el guatemalteco aclara que «las pandillas de antes no eran como las
de ahora». «Había drogas y violencia», pero no en grado superlativo y, «además,
había un cierto sentido de hermandad». Fue esto, de alguna manera, lo que le
llevó a la pandilla. «Solo tenía hermanas y siempre buscaba algún chico con el
que jugar. Eso me hizo acercarme a un grupo de niños de la calle. Se dedicaban
a lustrar zapatos y yo trataba de ayudarles en lo que podía». Sicán forjó una
amistad especial con dos hermanos, cuyos padres solían dejar encerrados en una
habitación mientras se iban a trabajar. «Un día, al volver de la escuela, vi a
los bomberos. Me dijeron que la casa de estos dos hermanos estaba ardiendo, que
la puerta estaba cerrada y uno de ellos estaba dentro». No pudieron hacer nada
por él. Su cuerpo apareció totalmente calcinado y acurrucado sobre lo que antes
debía de ser una cama.
Este
drama marcó un antes y un después en la vida del pequeño Álvaro. «Me desorienté
e inconscientemente me volqué mucho más con aquellos chicos. El sentimiento de
pertenencia, de hermandad, era muy fuerte». Hasta que se topó con aquel
franciscano, el del morral, al que abordó en una ocasión. «Le pregunté por qué
lo hacía». En aquella conversación, «me invitó a dejar atrás la vida que
llevaba y a hacer nuevos amigos. “¿Conoces el grupo juvenil de los mercedarios?”,
me dijo». Con el tiempo, Álvaro Sicán terminó profesando en la orden
mercedaria. El fraile ha trabajado en las cárceles de su país, también en las
de El Salvador –donde además pudo colaborar en un hogar para hijos de
pandilleros– o de Mozambique. «Desde hace cinco años soy el capellán de la
cárcel de Zuera, y también llevo el Hogar Mercedario, donde acogemos a gente
que sale de prisión y no tienen familia. La idea es ayudarlos en su proceso de
reinserción». Una labor, concluye, que «me hace recordar todo el proceso que yo
he pasado».
Publicado
por Alfa & Omega
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