Espiritualidad | Miguel A. Munárriz/FA
La señal del cristiano
Jn
13, 31-35
«En
esto conocerán que sois mis discípulos, en que os améis los unos a los otros»
El
cronista del Génesis nos muestra a Dios insuflando su espíritu en las narices
del muñeco de barro, y aunque solo sea una imagen, nos transmite su voluntad
—la voluntad de Dios— de que el mundo participe de su espíritu; un espíritu que
nos capacita para amar y nos capacita también para intuir a Dios en el amor
humano.
A
veces tratamos de conocer a Dios a base de asertos, con el entendimiento, y ése
no es el camino. Solo podemos acercarnos a Dios desde el corazón. Erich Fromm
decía que «la consecuencia lógica de la teología es el misticismo», porque Dios
no es objeto de conocimiento. Lo que encuentran los místicos en lo más íntimo
de su ser no es comprensión de Dios, sino amor. Describen su experiencia como
plenitud absoluta; como la del enamorado al fundir su espíritu con el de su
amada.
Jesús
—rebosante de ese espíritu— centra su vida y su enseñanza en el amor, en la
entrega, en la misericordia… y no es de extrañar que Juan —tan cercano a él—
nos brinde hoy la joya que leemos en el evangelio: «En esto conocerán que sois
mis discípulos…». No nos conocerán por nuestras conjeturas teológicas o
filosóficas (tan doctas como estériles), ni por ser piadosos, ni por frecuentar
el templo ni por cosa parecida. Nos conocerán por ser fraternos.
Como
decía Ruiz de Galarreta: «Cristiano es quien se siente amado por Dios y
responde amando».
Y
es que el sueño de Jesús —el Reino— es una comunidad de hermanos que se aman,
se perdonan y se ayudan mutuamente. Y
una vez más, es de admirar su genialidad al extender las relaciones que se
establecen en el seno de la familia al conjunto de la humanidad. En una familia
lo obligatorio es siempre mucho menos de lo que se está dispuesto a hacer por
los otros, y Jesús nos invita a crear esa familia universal en la que todos nos
veamos concernidos por la suerte de los demás.
Mateo
expresa esta idea de manera espléndida en la parábola del juicio final que
sitúa en el huerto de los olivos justo la víspera de la pasión. Una parábola
soberbia, con una escenografía colosal, en la que Jesús resume toda su
enseñanza: «Venid benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis de
comer. Tuve sed y me disteis de beber. Fui peregrino y me acogisteis. Estuve
desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y me
asististeis»…
Y
este texto nos interpela especialmente porque no tiene nada de abstracto, ni
metafórico, ni simbólico, ni oscuro. Es el núcleo más íntimo del mensaje
evangélico dicho en el lenguaje más llano que cabe imaginar. Es la norma de
vida que, generalizada, cambiaría la faz de la tierra; que transformaría de tal
modo la sociedad, que la convertiría, sin eufemismos, en el Reino de Dios.
Publicado
por Feadulta.com
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