Reflexión | Padre, Cristian Peralta/DC
Homilía de la Asamblea Comunidades de la Parroquia Santísima
Trinidad
Queridos
hermanos y hermanas, llamar a una persona «honesta» es uno de los piropos más
hermosos que se puede dedicar a un ser humano. La honestidad es esa cualidad de
la persona que destaca por su decencia, su honradez y su capacidad de justicia.
Quien es una persona honesta tiene un particular amor por la Verdad que le
lleva a vivir coherentemente la fe que profesa y los valores que guían su actuar.
Quien es identificada como una persona honesta basa sus relaciones en la
confianza y el respeto, en la sinceridad y la integridad. Son aquellas personas
a las que se les atribuye veracidad, credibilidad, pues sus actos hablan de su
profundad bondad.
Este
año la Iglesia Dominicana, a través de nuestros pastores, ha invitado al pueblo
de Dios a que como creyentes demos testimonio de honestidad en medio de la
sociedad dominicana, para que así colaboremos en la eliminación de la
corrupción a todos los niveles de nuestra vida pública y privada. Nos invitan a
contrarrestar la corrupción que puede darse en la cultura, en la política y la
economía, en la familia y en la ecología, incluso la corrupción que se nos
puede colar en nuestro modo de vivir la fe y peregrinar como Iglesia. La
invitación eclesial para este año es un desafío enorme, pero que, con la gracia
de Dios y el esfuerzo de cada uno de nosotros, seguro que podremos colaborar en
la construcción de una sociedad cada vez más libre de corrupción.
Considero
que el primer paso para combatir la corrupción es reconocer que cada uno de
nosotros puede ser tentado por ella. Nadie se escapa a esta tentación del
«camino más corto», de «la puerta más ancha», del «salto de los procesos» o del
«escape de las responsabilidades». Creernos inmunes a la tentadora corrupción
es el primer paso para caer en ella. En un discurso dirigido a unos diputados
italianos el Papa Francisco (21 de septiembre de 2017) les decía: «Nunca
vigilaremos lo suficiente ese abismo donde la persona está expuesta a las
tentaciones del oportunismo, el engaño y el fraude, que se vuelven más
peligrosas por el rechazo a ponerse en discusión». Hacernos conscientes de esto
es el primer paso de honestidad que podemos dar. Y es que la corrupción se instala
muy fácil cuando se le abona el terreno de nuestro interior con justificaciones
del tipo: «es que es lo normal en este país» o «el que quiere progresar tiene
que ser corrupto» o la célebre tergiversación del evangelio que cambia el
sentido de la frase de Jesús: «el que esté libre de pecado que tire la primera
piedra». Estar atentos a las propias flaquezas y las propias tentaciones es un
primer paso para combatir la corrupción.
Un
segundo paso importante para crecer en honestidad y con ello combatir la
corrupción es el reconocer que no podemos solos. Cuando un sistema es corrupto,
resulta muy difícil ir contra corriente en soledad, más aún, el ir solos será
camino de frustración que alentará a la tentación de sumarse a la corriente que
nos arrastra. La frustración ante el tamaño de lo que deseamos enfrentar hace
que nos rindamos a aquel adagio que afirma que cuando no puedes con el enemigo
lo propio es unirse a él. La corrupción no se combate en soledad, sino que
amerita la unión con otros en aras de aquello que socaba un ambiente corrupto:
el bien común. En algún escrito mío afirmé: «el individualismo es el caldo de
cultivo para la corrupción», y es así tanto porque el pensar solo en nosotros
mismos nos hace olvidar el cuidado por lo común y provoca que nos dejemos
arrastrar por la búsqueda exclusiva de la propia ventaja; como también porque
nos hace renunciar a toda lucha por un cambio ya que experimentamos que
nuestros esfuerzos serán en vano. Caminar juntos, unir fuerzas y esperanzas,
hacer comunión desde la fe y la justicia son un abono eficaz para que crezca la
honestidad.
La
invitación de la Iglesia es a caminar juntos aportando tres elementos
fundamentales. Primero, el propio testimonio de una vida honesta. No hay gesto
que sobre ni acto insignificante cuando se trata de hacer vida el deseo de una
sociedad más honesta. Segundo, no sucumbir a la tentación de la
autosuficiencia, esa que nos hace olvidar el bienestar de los demás,
especialmente la cristiana preocupación por los más pobres, conduciéndonos al
nefasto y deshonesto «sálvese quien pueda» que es fuente de egoísmo e
indolencia ante el dolor ajeno. Tercero, los creyentes, desde nuestra vocación
de bautizados, estamos llamados a ser profetas, es decir, a anunciar con
nuestra vida que es posible caminar desde Dios en todos los ámbitos de nuestra
existencia, que es posible una vida virtuosa en la familia, en el trabajo, en
las relaciones interpersonales, en nuestro ejercicio de la ciudadanía, etc.;
pero también esa llamada a ser profetas se ha de desplegar en la condena a los
actos de injusticia y corrupción, a no sucumbir al silencio cómplice ante lo
que está mal, sino a vivir desde la Voluntad de Dios, que quiere que toda
persona tenga vida y vida en abundancia y, por tanto, nuestro compromiso cristiano
es combatir todo aquello que signifique muerte para muchos y ciertamente la
corrupción es provocadora de muerte especialmente para los más pobres, sobre
todo porque la corrupción mata la confianza, que es fuente de encuentro con los
demás, de compromiso por la justicia, es la confianza lo que nos permite
apostar por la vida.
Queridos
hermanos y hermanas, la iglesia nos invita a ser testigos y testimonio de
honestidad en medio de nuestra sociedad. Entre nosotros tenemos ejemplos de
personas que podemos señalar con certeza como honestas, que bueno sería que
como comunidad cristiana podamos resaltar a esas personas, pues su testimonio
alimenta la esperanza y nos asegura que cada uno de nosotros es capaz de vivir
una vida decente y con ello, paso a paso, persona a persona, podamos colaborar
para que nuestro país sea uno más justo y humano. Y es que la corrupción hace
mucho ruido y acalla la sinfonía de los valores del Reino que está de fondo en
la vida de tantos quede oculta. No dejemos que los ruidos de corrupción acallen
nuestros gestos de honestidad, sino que sean estos gestos cotidianos los que
nos alienten a caminar juntos para combatir la deshumanizadora corrupción y
como Iglesia podamos hacer de este mundo uno más parecido al Reino que Jesús nos
revela: Reino de amor y fraternidad, de justicia y de paz, de vida verdadera,
de vida en abundancia para todos.
Pidamos
a María, que ella nos alcance la gracia de una vida digna de ser llamada
honesta y nos permita alentar a otros con nuestro ejemplo a desplegar la bondad
que habita en sus corazones. Que así sea.
Publicado
por Diario Católico
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