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    jueves, 24 de abril de 2025

    Pascua, Esperanza, Resurrección


    Nuestra Fe | Angel E. Ramírez

     


    Pascua, Esperanza, Resurrección

     

    Celebramos la Pascua dentro del Jubileo de la Esperanza, como una invitación a renovar nuestra identidad desde las raíces de la fe. La Resurrección de Jesús se presenta como fundamento firme y luminoso, como la fuerza que impulsa la vida de la Iglesia, y como la promesa cumplida de que Dios hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5).

     

    Después del impacto de la cruz, los discípulos quedaron desorientados, dispersos, heridos. Pero la Resurrección provocó una transformación profunda: de la confusión pasaron al envío misionero. Este giro radical no fue fruto del entusiasmo humano, sino del encuentro con el Resucitado y la efusión del Espíritu Santo. A partir de ese momento, comenzó una historia nueva: nació la Iglesia, como comunidad de fe, de amor, de perdón y de misión.

     

    Una comunidad recreada en la esperanza

    El libro de los Hechos de los Apóstoles describe con gran riqueza esta metamorfosis. Los discípulos, reunidos por el poder del Espíritu, formaron una comunidad en torno al mensaje de Jesús vivo. La Iglesia naciente se concibió a sí misma como el pueblo de Dios, llamado a anticipar aquí y ahora el Reino definitivo. (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35).

    Este Jubileo es una oportunidad para volver al origen pascual de nuestra esperanza. El Espíritu que transformó a aquellos hombres y mujeres, también hoy sigue obrando en nuestras comunidades, sembrando esperanza en medio de nuestras crisis, conflictos y cansancios. Este “volver”, es dejar que el fuego de Dios encienda nuestros corazones nuevamente.

     

    María, discípula y hermana de esperanza

    En la sala donde oraban y esperaban el Espíritu, estaba también María, la madre de Jesús. No desde un pedestal de privilegios, sino como discípula entre discípulos, como madre de la esperanza. Su presencia humilde y orante nos recuerda que, en el corazón de la comunidad, debe habitar siempre una fe sencilla, abierta, disponible. (cf. Hch 1,14).

     

    María representa a todos los que esperan, a todos los que creen, incluso cuando la esperanza parece desvanecerse. Su ejemplo nos invita a vivir la espera no como pasividad, sino como confianza activa en las promesas del Señor.

     

    Los apóstoles no guardaron para sí la experiencia pascual. Fortalecidos por el Espíritu, salieron a proclamar con valentía que Jesús está vivo. La Resurrección no fue solo un consuelo personal, sino el inicio de una misión universal: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados en su nombre, y llevar la Buena Noticia hasta los confines del mundo. (cf. Hch 2,32-36).

     

    La Resurrección impulsó a los discípulos a la misión universal: ser testigos de la esperanza hasta los confines de la tierra. Por eso, el Jubileo de la Esperanza también es una llamada a salir, a no encerrarnos en nosotros mismos, a compartir con los demás la fuente de nuestra alegría y nuestra confianza: ¡Cristo ha resucitado!

     

    Una esperanza que no defrauda

    Los primeros cristianos vivieron con los ojos puestos en el cielo, pero con los pies bien anclados en la tierra. Esperaban con anhelo la Parusía, el regreso glorioso del Señor, pero mientras tanto, construían comunidad, compartían los bienes, vivían con alegría y sencillez de corazón (cf. Hch 2,46).

     

    Mientras celebramos la Pascua, renovamos esa misma esperanza. No se trata de una espera pasiva, sino activa, comprometida, llena de obras de justicia, misericordia y fraternidad. La Resurrección de Jesús nos asegura que el mal no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, y que toda herida puede ser sanada por el poder de Dios.


    El Jubileo de la Esperanza es también una oportunidad para reactivar nuestro compromiso misionero, para ser discípulos que anuncian con alegría y coherencia que Jesús vive y camina con nosotros. Como los primeros cristianos, también nosotros somos enviados a anunciar el perdón, la paz y la vida nueva.

     

    La Pascua es la gran noticia que sostiene el Jubileo: ¡la esperanza no está vacía porque la tumba sí lo está! Vivimos en un mundo necesitado de signos de vida, de palabras de consuelo, de gestos de fraternidad. Y la Iglesia, animada por el Espíritu, está llamada a ser ese signo visible de que Cristo ha vencido.

     

    Haber hecho experiencia con el Resucitado no es un privilegio reservado a los primeros testigos de la Pascua. También hoy es posible encontrarse con Cristo vivo en la oración, en la Palabra, en la comunidad, en los pobres, en los sacramentos, en los momentos de luz y también en los de cruz. Pero ese encuentro no puede dejarnos indiferentes. Como a los discípulos de Emaús, el Resucitado nos hace arder el corazón y nos pone en camino (cf. Lc 24,32-33).


    En este Año Jubilar, ¿Cuáles son las actitudes que se esperan de quienes, como tú y yo, hemos encontrado a Jesús vivo y creemos en su promesa?

     

    1. Alegría contagiosa y esperanza activa

    Un cristiano pascual no es alguien que simplemente "cree", sino alguien que vive con alegría y esperanza, aun en medio de la oscuridad. No se trata de una alegría ingenua ni de una esperanza superficial, sino de una convicción profunda de que la vida vence, que el amor tiene sentido, y que Dios está actuando incluso cuando no lo vemos del todo claro.

     

    Debemos ser portadores de alegría serena, practicar el arte del consuelo, y sembrar signos de esperanza en nuestros entornos: una palabra que levanta, un gesto que acompaña, una presencia que anima.

     

    2. Compromiso comunitario y sentido de pertenencia

    La experiencia del Resucitado lleva a buscar a los hermanos. La fe pascual no se vive en soledad. Quien ha encontrado a Cristo vivo, busca la comunidad, la valora, la cuida y la construye.

     

    En un mundo de soledades y polarizaciones, el cristiano se convierte en artesano de comunión, participando activamente en la vida comunitaria, escuchando al otro con empatía, asumiendo responsabilidades eclesiales con humildad y servicio.

     

    3. Perdón como forma de vida

    En los Hechos, el anuncio pascual va siempre acompañado del llamado a la conversión y al perdón. Jesús resucitado no reclama venganza por su pasión, sino que ofrece paz y reconciliación.

     

    Hoy, un cristiano que ha vivido la Pascua es alguien que perdona, que pide perdón, que rompe con la lógica del rencor. Practica el perdón en la familia, en la comunidad, en lo cotidiano, son personas que sanan vínculos, no se aferran al resentimiento y proponen caminos de paz.

     

    4. Disponibilidad para la misión

    La Pascua no se guarda; se proclama. El encuentro con el Resucitado es inseparable del envío. Por eso, el cristiano es alguien que se siente enviado, incluso en lo pequeño, incluso con sus propias limitaciones. Se abre a la misión cotidiana: en la escuela, en el trabajo, en el barrio, en redes sociales. Se dispone a testimoniar con sencillez que Jesús está vivo y que su amor transforma vidas.

     

    5. Escucha del Espíritu y discernimiento

    Los discípulos no actuaban por su propia cuenta; eran guiados por el Espíritu. En este Año Jubilar, estamos llamados a cultivar un corazón disponible para escuchar la voz de Dios en lo profundo y en los signos de los tiempos.


    Es importante dedicar tiempo al silencio, a la oración, a la escucha atenta de la Palabra, y a discernir cuál es la voluntad de Dios para mí y para mi comunidad hoy.

     

    6. Compromiso con la justicia y la fraternidad universal

    El Evangelio del Resucitado no es solo anuncio de salvación espiritual; es también un llamado urgente a la transformación social. El Papa Francisco en Fratelli Tutti, recuerda que, la fe nos compromete a trabajar por un mundo más justo, fraterno e inclusivo. No podemos quedarnos en palabras, se necesitan gestos concretos de compasión, justicia y cuidado hacia los pobres, los excluidos y nuestra casa común.

     

    Ser verdaderamente cristianos, implica ser solidarios, participar activamente en causas justas, y defender con valentía la vida y dignidad de todos, especialmente los más vulnerables. Estamos llamados a construir relaciones fraternas con todos nuestros hermanos y hermanas, reconociendo en cada persona un hijo o hija de Dios. Esto incluye acoger, acompañar y respetar la dignidad de migrantes, refugiados y extranjeros, así como también la de ancianos, mujeres embarazadas, recién nacidos, personas pobres, enfermos y marginados en general.

     

    No podemos contentarnos con lo mínimo, debemos vivir con el corazón encendido, con los pies en camino, las manos abiertas y los ojos atentos al paso de Dios por nuestra vida. No se trata de grandes gestos heroicos, sino de una vida cotidiana marcada por el Evangelio, donde cada decisión, cada relación y cada palabra reflejen que ¡Jesús está vivo!






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