Nuestra Fe | Angel E. Ramírez
Pascua, Esperanza, Resurrección
Celebramos la Pascua dentro del Jubileo
de la Esperanza, como una invitación a renovar nuestra identidad desde las
raíces de la fe. La Resurrección de Jesús se
presenta como fundamento firme y luminoso, como la fuerza que impulsa la vida
de la Iglesia, y como la promesa cumplida de que Dios hace nuevas todas las
cosas (cf. Ap 21,5).
Después del impacto de la cruz, los discípulos
quedaron desorientados, dispersos, heridos. Pero la Resurrección provocó una
transformación profunda: de la
confusión pasaron al envío misionero. Este giro
radical no fue fruto del entusiasmo humano, sino del encuentro con el
Resucitado y la efusión del Espíritu Santo. A partir de ese momento, comenzó
una historia nueva: nació la Iglesia, como comunidad de fe, de amor, de
perdón y de misión.
Una comunidad recreada en la esperanza
El libro de los Hechos de los Apóstoles
describe con gran riqueza esta metamorfosis. Los discípulos, reunidos por el
poder del Espíritu, formaron una comunidad en torno al mensaje de Jesús vivo.
La Iglesia naciente se concibió a sí misma como el pueblo de Dios,
llamado a anticipar aquí y ahora el Reino definitivo. (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35).
Este Jubileo es una oportunidad para
volver al origen pascual de nuestra esperanza. El Espíritu que transformó a aquellos hombres y mujeres, también hoy
sigue obrando en nuestras comunidades, sembrando esperanza en medio de nuestras
crisis, conflictos y cansancios. Este “volver”, es dejar que el fuego de Dios
encienda nuestros corazones nuevamente.
María, discípula y hermana de esperanza
En la sala donde oraban y esperaban el Espíritu,
estaba también María, la madre de Jesús. No desde un pedestal de privilegios,
sino como discípula entre discípulos, como madre de la esperanza. Su
presencia humilde y orante nos recuerda que, en el corazón de la comunidad,
debe habitar siempre una fe sencilla, abierta, disponible. (cf. Hch 1,14).
María representa a todos los que esperan, a todos
los que creen, incluso cuando la esperanza parece desvanecerse. Su ejemplo nos
invita a vivir la espera no como pasividad, sino como confianza activa en las
promesas del Señor.
Los apóstoles no guardaron para sí la experiencia
pascual. Fortalecidos por el Espíritu, salieron a proclamar con valentía que
Jesús está vivo. La Resurrección no fue solo un consuelo personal, sino el inicio
de una misión universal: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados en su
nombre, y llevar la Buena Noticia hasta los confines del mundo. (cf. Hch
2,32-36).
La Resurrección impulsó a los discípulos a la
misión universal: ser testigos de la esperanza hasta los confines de la tierra.
Por eso, el Jubileo de la Esperanza también es una llamada a salir, a no
encerrarnos en nosotros mismos, a compartir con los demás la fuente de nuestra
alegría y nuestra confianza: ¡Cristo ha resucitado!
Una esperanza que no defrauda
Los primeros cristianos vivieron con los ojos
puestos en el cielo, pero con los pies bien anclados en la tierra. Esperaban
con anhelo la Parusía, el regreso glorioso del Señor, pero mientras
tanto, construían comunidad, compartían los bienes, vivían con alegría y
sencillez de corazón (cf. Hch 2,46).
Mientras celebramos la Pascua, renovamos esa misma
esperanza. No se trata de una espera pasiva, sino activa, comprometida, llena
de obras de justicia, misericordia y fraternidad. La Resurrección de Jesús nos
asegura que el mal no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la
muerte, y que toda herida puede ser sanada por el poder de Dios.
El Jubileo de la Esperanza es también una
oportunidad para reactivar nuestro compromiso misionero, para ser
discípulos que anuncian con alegría y coherencia que Jesús vive y camina con
nosotros. Como los primeros cristianos, también nosotros somos enviados a
anunciar el perdón, la paz y la vida nueva.
La Pascua es la gran noticia que sostiene el
Jubileo: ¡la esperanza no está vacía porque la tumba sí lo está! Vivimos
en un mundo necesitado de signos de vida, de palabras de consuelo, de gestos de
fraternidad. Y la Iglesia, animada por el Espíritu, está llamada a ser ese
signo visible de que Cristo ha vencido.
Haber hecho experiencia con el Resucitado no es un
privilegio reservado a los primeros testigos de la Pascua. También hoy es
posible encontrarse con Cristo vivo en la oración, en la Palabra, en la
comunidad, en los pobres, en los sacramentos, en los momentos de luz y también
en los de cruz. Pero ese encuentro no puede dejarnos indiferentes. Como a los
discípulos de Emaús, el Resucitado nos hace arder el corazón y nos pone en
camino (cf. Lc 24,32-33).
En este Año Jubilar, ¿Cuáles son las actitudes que se esperan de quienes, como tú y yo,
hemos encontrado a Jesús vivo y creemos en su promesa?
1. Alegría contagiosa y esperanza activa
Un cristiano pascual no es alguien que simplemente
"cree", sino alguien que vive con alegría y esperanza, aun en
medio de la oscuridad. No se trata de una alegría ingenua ni de una esperanza
superficial, sino de una convicción profunda de que la vida vence, que el amor
tiene sentido, y que Dios está actuando incluso cuando no lo vemos del todo
claro.
Debemos ser portadores de alegría serena, practicar
el arte del consuelo, y sembrar signos de esperanza en nuestros entornos: una
palabra que levanta, un gesto que acompaña, una presencia que anima.
2. Compromiso comunitario y sentido de pertenencia
La experiencia del Resucitado lleva a buscar a los
hermanos. La fe pascual no se vive en soledad. Quien ha encontrado a Cristo
vivo, busca la comunidad, la valora, la cuida y la construye.
En un mundo de soledades y polarizaciones, el
cristiano se convierte en artesano de comunión, participando activamente
en la vida comunitaria, escuchando al otro con empatía, asumiendo
responsabilidades eclesiales con humildad y servicio.
3. Perdón como forma de vida
En los Hechos, el anuncio pascual va siempre
acompañado del llamado a la conversión y al perdón. Jesús resucitado no reclama
venganza por su pasión, sino que ofrece paz y reconciliación.
Hoy, un cristiano que ha vivido la Pascua es
alguien que perdona, que pide perdón, que rompe con la lógica del rencor.
Practica el perdón en la familia, en la comunidad, en lo cotidiano, son personas
que sanan vínculos, no se aferran al resentimiento y proponen caminos de paz.
4. Disponibilidad para la misión
La Pascua no se guarda; se proclama. El encuentro
con el Resucitado es inseparable del envío. Por eso, el cristiano es alguien
que se siente enviado, incluso en lo pequeño, incluso con sus propias
limitaciones. Se abre a la misión cotidiana: en la escuela, en el trabajo, en
el barrio, en redes sociales. Se dispone a testimoniar con sencillez que Jesús
está vivo y que su amor transforma vidas.
5. Escucha del Espíritu y discernimiento
Los discípulos no actuaban por su propia cuenta;
eran guiados por el Espíritu. En este Año Jubilar, estamos llamados a cultivar
un corazón disponible para escuchar la voz de Dios en lo profundo y en los
signos de los tiempos.
Es importante dedicar tiempo al silencio, a la
oración, a la escucha atenta de la Palabra, y a discernir cuál es la voluntad
de Dios para mí y para mi comunidad hoy.
6. Compromiso con la justicia y la fraternidad
universal
El Evangelio del Resucitado no es solo anuncio de
salvación espiritual; es también un llamado urgente a la transformación social.
El Papa Francisco en Fratelli Tutti,
recuerda que, la fe nos compromete a trabajar por un mundo más justo, fraterno
e inclusivo. No podemos quedarnos en palabras, se necesitan gestos concretos de
compasión, justicia y cuidado hacia los pobres, los excluidos y nuestra casa
común.
Ser verdaderamente cristianos, implica ser
solidarios, participar activamente en causas justas, y defender con valentía la
vida y dignidad de todos, especialmente los más vulnerables. Estamos llamados a
construir relaciones fraternas con todos nuestros hermanos y hermanas,
reconociendo en cada persona un hijo o hija de Dios. Esto incluye acoger,
acompañar y respetar la dignidad de migrantes, refugiados y extranjeros, así
como también la de ancianos, mujeres embarazadas, recién nacidos, personas
pobres, enfermos y marginados en general.
No podemos contentarnos con lo mínimo, debemos vivir
con el corazón encendido, con los pies en camino, las manos abiertas y los ojos
atentos al paso de Dios por nuestra vida. No se trata de grandes gestos
heroicos, sino de una vida cotidiana marcada por el Evangelio, donde cada
decisión, cada relación y cada palabra reflejen que ¡Jesús está vivo!
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