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    miércoles, 17 de septiembre de 2025

    Lo que la cruz (no) nos dice de Dios


    Nuestra Fe | Lidia Troya

     


    Lo que la cruz (no) nos dice de Dios

     

    La cruz es uno de los símbolos más poderosos de la fe cristiana y del amor vulnerable de Dios

     

    La cruz es uno de los símbolos más poderosos de la fe cristiana y del amor vulnerable de Dios. Profesamos que la Iglesia tiene su origen a los pies de la cruz y de los crucificados. Rezamos delante del crucifijo, lo contemplamos, lo adoramos y celebramos la fiesta de su exaltación. A lo largo de la historia, la cruz ha sido interpretada de muchas maneras: algunas de ellas profundamente liberadoras, mientras que otras han resultado peligrosamente comprometedoras para nuestra salud espiritual.

     

    ¿Quién de nosotros, en un momento de gran dolor, no ha pensado que tal vez estaba siendo castigado, como un niño, por el Padre que es Dios? Esta visión, que ha tenido un hondo calado en la piedad popular, distorsiona el verdadero mensaje de la cruz y la imagen de Dios. El dolorismo cristiano, por ejemplo, ha glorificado el sufrimiento, invalidado las emociones y promovido modelos de renuncia, humillación y sumisión para «ganar a Dios». Esta perspectiva ha presentado a Dios como un ser inalcanzable, ofendido, que parece estar en contra de nuestro propio yo y que exige la muerte del hijo para darnos su amistad. Como afirma el teólogo Mardones, «tenemos una imagen de Dios vinculada al imaginario del poder, de la fuerza, de la imposición, de lo maravilloso […]. Cuando llega el Dios de Jesús y se nos va manifestando ligado al abajamiento, la limitación e impotencia, la vulnerabilidad y el sufrimiento, la pobreza, la oferta no impositiva, no le reconocemos».

     

    Por eso, para cuidar nuestra fe y dejar sitio a la novedad del Dios de los Evangelios, es necesario cuestionarnos: ¿qué creencias, tanto personales como colectivas, han modelado nuestra idea de la cruz? ¿Qué ideas hemos asumido sobre Dios y el sufrimiento que nos impiden crecer? 

     

    Aún hoy, muchas creencias falsas utilizan la cruz para justificar la obediencia ciega, la mortificación y la santificación a través del sufrimiento. Al poner el acento en el Calvario, es como si la violencia más inaceptable se convirtiera en deseable si el autor es Dios. Sin embargo, la cruz no es un símbolo de la crueldad divina, sino de la violencia humana: Jesús no murió, lo mataron. Históricamente, la crucifixión era el castigo para los enemigos del Imperio. En este contexto, su muerte fue la consecuencia de la intolerancia de un sistema religioso y político que no pudo soportar la libertad y la misericordia que Él encarnaba. Fueron nuestro miedo y nuestra incapacidad para acoger su mensaje los que lo llevaron al madero.

     

    Entonces, ¿qué nos enseña el crucificado sobre Dios? En la cruz, muere una forma de entender lo divino para que podamos adentrarnos en el misterio. Nos cuesta relacionarnos con un Dios que no se «baja de la cruz» para salvar a los niños de Gaza, a los jóvenes de un trágico accidente o que no interviene ante tantas existencias crucificadas. Sin embargo, la cruz nos enseña que no hay un ser mágico y omnipotente que solucione todo por nosotros. La fe no nos exime de la responsabilidad de vivir y actuar en medio del dolor y las injusticias. En realidad, creer en el Dios cristiano es apostar decididamente por lo humano vulnerable.

     

    La fe en un Dios crucificado tampoco nos da respuestas fáciles ni instantáneas. No nos permite decir: «Sufren para su salvación», «es el plan de Dios» o «Dios lo quiere así». Como humanos, no podemos eludir las contradicciones de la realidad ni la complejidad de la existencia. Es por ello que la cruz no es un símbolo de sufrimiento que debamos imitar, ya que lo que nos salva es el amor que se entrega y sigue actuando. La muerte es fecunda si se vive con amor.

     

    En definitiva, Dios, incluso en su revelación, sigue siendo un misterio del que no podemos adueñarnos y quizás no solucione nada, pero nos acompaña siempre. La teóloga y activista Pepa Torres lo expresa bellamente: «El misterio que los y las creyentes llamamos Dios no es milagrero, ni castigador, ni interviene directamente en la historia, ni para causar el mal ni para evitarlo, sino que es aliento de vida, manantial de resiliencia, que sostiene, inspira, moviliza a la solidaridad y la creatividad. Un Dios, reciclador, dynamis, que nos empuja a rebuscar hasta encontrar entre las cenizas del sufrimiento, la esperanza. Un Dios Ruah alentadora, que nos mueve a salir de nuestros propios miedos e intereses y que nos hace experimentar que solo en la projimidad y en el asombroso poder de los encuentros y los abrazos podemos ser plenamente humanos y humanas y participar del misterio de su divinidad. Un Dios todo-cuidadoso, que nos habita y sostiene en toda circunstancia».

     

    Alfa&omega.es






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