Nuestra Fe | Lidia Troya
Lo que la cruz (no) nos dice de Dios
La cruz es uno de los sÃmbolos más poderosos de la fe
cristiana y del amor vulnerable de Dios
La cruz es uno de los sÃmbolos más poderosos de la fe
cristiana y del amor vulnerable de Dios. Profesamos que la Iglesia tiene su
origen a los pies de la cruz y de los crucificados. Rezamos delante del
crucifijo, lo contemplamos, lo adoramos y celebramos la fiesta de su
exaltación. A lo largo de la historia, la cruz ha sido interpretada de muchas
maneras: algunas de ellas profundamente liberadoras, mientras que otras han
resultado peligrosamente comprometedoras para nuestra salud espiritual.
¿Quién de nosotros, en un momento de gran dolor, no ha
pensado que tal vez estaba siendo castigado, como un niño, por el Padre que es
Dios? Esta visión, que ha tenido un hondo calado en la piedad popular,
distorsiona el verdadero mensaje de la cruz y la imagen de Dios. El dolorismo
cristiano, por ejemplo, ha glorificado el sufrimiento, invalidado las emociones
y promovido modelos de renuncia, humillación y sumisión para «ganar a Dios».
Esta perspectiva ha presentado a Dios como un ser inalcanzable, ofendido, que
parece estar en contra de nuestro propio yo y que exige la muerte del hijo para
darnos su amistad. Como afirma el teólogo Mardones, «tenemos una imagen de Dios
vinculada al imaginario del poder, de la fuerza, de la imposición, de lo
maravilloso […]. Cuando llega el Dios de Jesús y se nos va manifestando ligado
al abajamiento, la limitación e impotencia, la vulnerabilidad y el sufrimiento,
la pobreza, la oferta no impositiva, no le reconocemos».
Por eso, para cuidar nuestra fe y dejar sitio a la
novedad del Dios de los Evangelios, es necesario cuestionarnos: ¿qué
creencias, tanto personales como colectivas, han modelado nuestra idea de la
cruz? ¿Qué ideas hemos asumido sobre Dios y el sufrimiento que nos impiden
crecer?
Aún hoy, muchas creencias falsas utilizan la cruz para
justificar la obediencia ciega, la mortificación y la santificación a través
del sufrimiento. Al poner el acento en el Calvario, es como si la violencia más
inaceptable se convirtiera en deseable si el autor es Dios. Sin embargo, la
cruz no es un sÃmbolo de la crueldad divina, sino de la violencia humana: Jesús
no murió, lo mataron. Históricamente, la crucifixión era el castigo para los
enemigos del Imperio. En este contexto, su muerte fue la consecuencia de la
intolerancia de un sistema religioso y polÃtico que no pudo soportar la
libertad y la misericordia que Él encarnaba. Fueron nuestro miedo y nuestra
incapacidad para acoger su mensaje los que lo llevaron al madero.
Entonces, ¿qué nos enseña el crucificado sobre Dios?
En la cruz, muere una forma de entender lo divino para que podamos adentrarnos
en el misterio. Nos cuesta relacionarnos con un Dios que no se «baja de la
cruz» para salvar a los niños de Gaza, a los jóvenes de un trágico accidente o
que no interviene ante tantas existencias crucificadas. Sin embargo, la cruz
nos enseña que no hay un ser mágico y omnipotente que solucione todo por
nosotros. La fe no nos exime de la responsabilidad de vivir y actuar en medio
del dolor y las injusticias. En realidad, creer en el Dios cristiano es apostar
decididamente por lo humano vulnerable.
La fe en un Dios crucificado tampoco nos da respuestas
fáciles ni instantáneas. No nos permite decir: «Sufren para su salvación», «es
el plan de Dios» o «Dios lo quiere asû. Como humanos, no podemos eludir las
contradicciones de la realidad ni la complejidad de la existencia. Es por ello
que la cruz no es un sÃmbolo de sufrimiento que debamos imitar, ya que lo que
nos salva es el amor que se entrega y sigue actuando. La muerte es fecunda si se vive con amor.
En definitiva, Dios, incluso en su revelación, sigue siendo un misterio del que no podemos adueñarnos y quizás no solucione nada, pero nos acompaña siempre. La teóloga y activista Pepa Torres lo expresa bellamente: «El misterio que los y las creyentes llamamos Dios no es milagrero, ni castigador, ni interviene directamente en la historia, ni para causar el mal ni para evitarlo, sino que es aliento de vida, manantial de resiliencia, que sostiene, inspira, moviliza a la solidaridad y la creatividad. Un Dios, reciclador, dynamis, que nos empuja a rebuscar hasta encontrar entre las cenizas del sufrimiento, la esperanza. Un Dios Ruah alentadora, que nos mueve a salir de nuestros propios miedos e intereses y que nos hace experimentar que solo en la projimidad y en el asombroso poder de los encuentros y los abrazos podemos ser plenamente humanos y humanas y participar del misterio de su divinidad. Un Dios todo-cuidadoso, que nos habita y sostiene en toda circunstancia».
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