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    jueves, 8 de mayo de 2014

    Poder para hacerse hijos

    Fe y Vida | Juan Manuel Pérez, OP


    Les dió poder para hacerse hijos de Dios


    “La palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 9,12)

    Es una revelación sorprendente. En primer lugar porque es prácticamente la misma promesa tentadora de la serpiente a la primera mujer: si coméis de este árbol, seréis como dioses (cf Gen 3) y, en segundo lugar, es sorprendente por la gran importancia que da a la responsabilidad humana, pues a pesar de que no es un poder propio de la naturaleza humana (es un poder recibido) de hacerse hijos de Dios, resalta la enorme responsabilidad personal. 

    Es de suma importancia para todos nosotros saber qué significa ese poder de hacernos hijos de Dios y dónde y cómo lo ejercemos. Sin entrar en detalles, vamos a tratar de explicar algunos aspectos fundamentales.

    En primer lugar, debemos destacar que el poder de hacernos hijos de Dios está condicionado a aceptar la Palabra de Dios que se hace carne (hombre). Por eso decir que somos hijos de Dios es lo mismo que decir que somos hermanos de Jesucristo. No podemos imitar a nuestro Padre del cielo, porque a Dios nadie lo ha visto, pero sí podemos imitar a Jesús, quien, al nacer de María, vivió la experiencia de la vida humana como nosotros. San Pablo, en vez de “imitar” a Jesús, prefiere hablar de reproducir la imagen de Jesús en nuestra vida, ser una copia de Jesús (cf Rom 8,29), porque la imitación se reduce a la apariencia exterior: modales, maneras de vestir, fijar carteles en la pares de la habitación o colgar del cuello fotos de nuestro ídolo. Por eso Jesús, cuando llama a un discípulo, le dice: tú, ven y sígueme. Ser hijos de Dios es seguir a Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Sólo por mí se va al Padre (cf Jn 14, 6). Yo soy el camino que nosotros debemos recorrer a lo largo de la vida. Yo soy la verdad que da sentido a la existencia humana y que nos asegura que no andamos extraviados, en la mentira. Yo soy la vida y para eso he venido: para que todos tengan vida y tengan vida en abundancia (Jn 10,10). Seguir a Jesús es lo mismo que tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2, 5). Y así Dios, nuestro Padre, nos verá como a otros hijos suyos, los hermanos de su único Hijo, como lo expresa un prefacio de la misa agradeciendo a Dios por “haber enviado a su Hijo en todo semejante a nosotros para poder amar en nosotros lo que amaba en él” (VII to). Jesús ya no será el hijo único, sino el primogénito entre muchos hermanos, todos hijos del mismo Padre (cf Rom 8, 29). 

    En segundo lugar, debemos tener en cuenta que Dios, al poner en práctica su plan de salvación, no obra al margen de la historia, sino que tiene en cuenta nuestra condición humana y actúa respetando nuestra libertad; no nos fuerza ni actúa en nuestro lugar, sino que nos ofrece el proyecto de vida que engrandece al ser humano y espera que lo aceptemos como nuestro proyecto. La eficacia de la gracia depende de nuestra aceptación, de nuestra responsabilidad. Se dice que sólo Cristo salva, pero también podemos decir que sólo nos salvamos nosotros. La iniciativa es de Dios, pero la gracia no suple ni prescinde de nuestra condición de seres humanos con capacidad para pensar y elegir. Después de recibir la gracia seguimos siendo tan hombres o mujeres como antes, iguales a los que no han recibido la gracia o a los que la han rechazado. La fe es un acto personal que, aunque está basado en la revelación divina, exige nuestra colaboración.

    ¿Cómo ejercer el poder de hacernos hijos de Dios? No basta con tener el poder de hacernos hijos de Dios, sino que hace falta ejercerlo. “Hacerse” indica que se consigue de una vez, con un solo acto, sino que es un proceso que dura toda la vida. Y vivir con los sentimientos de Cristo Jesús no se logra con el simple deseo ni con solas palabras, sino que exige adoptar el estilo de vida de Jesús como la razón que explica nuestra manera de comportarnos. Necesitamos superar la idea de que la vida eterna es la vida que tendremos en el más allá, después de morir, y ser conscientes de que la vida eterna, vivir como hijos de Dios, ya la tenemos aquí en la tierra. 

    En principio, al estar incorporados a la Iglesia y practicar actos religiosos con los hermanos, estamos ejerciendo el poder de hacernos hijos de Dios. Digo en principio, porque hay mucha rutina que nos mueve a hacer las cosas por costumbre, porque siempre fue así, sin atender a su significado y sin referencia a nuestra vida diaria. Demos tomar conciencia de que después del bautismo necesitamos fomentar y desarrollar la vida de hijos de Dios en el seno maternal de la iglesia, como decíamos antes, especialmente por medio de los sacramentos. En la Confirmación confirmamos personalmente los compromisos del bautismo, que en el caso ser bautizados siendo niños, los asumieron en nuestro nombre los padres y padrinos; en el sacramento de la Penitencia nos reconciliamos con Dios que nos recibe con un abrazo como a otro hijo pródigo; por el sacramento del Matrimonio la pareja se compromete a formar una familia basada en el amor y en la entrega mutua; en sacramento del Orden el ordenado recibe la gracia de dirigir a la comunidad de hermanos: en la Eucaristía nos alimentamos con el pan que el Padre nos da (cf. Jn 6, 32-33); en el sacramento de la Santa Unción, el anciano o el enfermo que experimentan la debilidad y temen la muerte, afianzan su esperanza en la vida eterna, porque la vida no termina, sino que se transforma. Y en la oración entramos en contacto con Dios como Padre nuestro. 

    Necesitamos, no hay duda, superar la idea de que los sacramentos terminan con su recepción y pensar que son decisiones que tomamos responsablemente de orientar nuestra vida siguiendo los pasos de Jesús. La vida como cristianos, como hijos de Dios, no se limita a los actos estrictamente religiosos, realizados en la iglesia, sino que actos en que ponemos a punto nuestras intenciones renovando nuestro compromiso de seguir a Jesús en nuestras responsabilidades diarias: padres, esposos, profesores, empresarios, políticos, etc. No debemos tampoco considerar los actos estrictamente religiosos como una obligación, que hay que cumplir, sino como una necesidad que sentimos para llegar a ser y actuar como hijos de Dios. Podríamos poner la como comparación lo que hace una persona antes de emprender un viaje en carro: va al garaje para revisar el motor, los frenos, las gomas, después va a la bomba y carga el depósito de combustible y, así confiado, emprende el viaje. Nosotros vanos a la iglesia, recibimos los sacramentos, con el fin de poner a punto nuestra conciencia de que somos hijos de Dios, que viven en el mudo. Tenemos que superar, una vez más, la idea de que vivimos como cristianos cuando vamos a iglesia o estamos de rodillas ante una imagen de la Virgen, sino también en los quehaceres y compromisos de cada día. La parte que corresponde a Dios, la gracia, la tenemos asegurada, porque Dios no falla, pero sí fallamos nosotros y por eso necesitamos poner a punto nuestra conciencia de que somos hijos de Dios. 

    Como resumen de todo lo dicho y teniendo en cuenta que estamos en tiempo de Pascua, celebrando la resurrección del Señor y su glorificación a la derecha del Padre, termino con el consejo de san Pablo a Timoteo: Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos, porque es cierto que, si hemos muerto con él, viviremos con él; si nos mantenemos firmes, reinaremos con él, si le negamos también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (cf 2 Tim2, 8-14).

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