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    jueves, 1 de febrero de 2018

    Valor del Perdón

    Valor del Mes | P. Juan Tomás García, MSC



    EL PERDÓN:  
    “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lucas 15,18)  

    Durante el mes de enero hemos promovido el valor de la fraternidad. El ser hermanos nos viene de ser hijos e hijas de Dios nuestro Padre común. Los hermanos viven la fraternidad. Pero no basta con el valor de la fraternidad. Aunque seamos hermanos nos ofendemos y cometemos pecados. No siempre respondemos adecuadamente a la llamada de Dios. Entonces nos toca revisarnos y reconocer nuestras acciones opuestas al mandamiento del amor y de la fraternidad. La realidad integral de nuestro mundo, de nuestro país y de nuestra propia Iglesia no muestra que hayamos vivido el amor ni la fraternidad como Dios quiere. Reconocemos que nos falta mucho para poder ver realizada la voluntad de Dios. Reconocemos nuestros pecados, pedimos perdón y perdonamos a quienes nos han faltado.

    Se ha dicho que nosotros, la gente de esta época, estamos perdiendo la conciencia de pecado. Si perdemos la conciencia de pecado, si no reconocemos que actuamos contrario a Dios, tampoco podremos experimentar la alegría y la fuerza de sentirnos perdonados por su amor y su misericordia. Y quien desconoce el perdón de Dios se ve privado de una fuerza incomparable para reconciliarse con su pasado e iniciar una etapa nueva en su vida.

    En las comunidades cristianas son varios los obstáculos que pueden impedir a la persona abrirse al perdón de Dios. Hay quienes no sienten necesidad de perdón de ninguna clase pues viven de manera irresponsable o con un corazón endurecido. En todo caso, si han cometido algún error o han actuado mal, sienten que no necesitan de Dios ni de nadie para resolver sus problemas. También hay personas que no se perdonan ni siquiera a ellas mismas, y se sienten indignos de ser perdonados: «Es muy grave lo que he hecho; nadie podrá perdonarme». Piensan que su pecado es más poderoso que el amor infinito de Dios. Entonces, oprimidos por el peso de la culpa, se cierran a toda esperanza. Esos que no se perdonan a sí mismos, viven obsesionados por oscuros recuerdos y remordimientos estériles. Así nunca se sentirán abrazados y purificados como el Hijo Pródigo (Lucas 15).
    Y quien desconoce el perdón de Dios se ve privado de una fuerza incomparable para reconciliarse con su pasado e iniciar una etapa nueva en su vida

    Tenemos que cuidar bien la experiencia de recibir el perdón de Dios. Este acto no consiste en una reflexión intelectual. No se trata tampoco de «sentir» el perdón durante unos momentos para sumergirse de nuevo rápidamente en la vida. Acoger el perdón de Dios requiere tiempo y recogimiento para gustar su misericordia, interiorizar en nosotros su bondad y experimentar agradecidos su acción renovadora. Así, nos estaremos capacitando al mismo tiempo para vivir el mismo proceso en las relaciones comunitarias. Una comunidad cristiana que no se revisa, reconoce responsablemente sus faltas y pide perdón, es una comunidad si vida, estancada, sin crecimiento y sin fe.

    El perdón de Dios no consiste simplemente en que Dios «olvida» nuestro pecado o «no lo tiene en cuenta». Dios no es como nosotros. Para Dios perdonar es «quitar el pecado», hacerlo desaparecer, devolver la inocencia. El perdón de Dios es perdón total y absoluto, gracia que regenera, nuevo comienzo de todo, seguridad y paz íntima: hijo, tus pecados quedan perdonados.»

    La inolvidable parábola del «Padre bondadoso» (Lc 15, 11- 32) nos describe de modo admirable y conmovedor el perdón de Dios. No lo olvidemos. Frente a las condenas de los demás, frente al remordimiento y los reproches de nosotros mismos, en Dios siempre encontramos la misma actitud de comprensión y de perdón sin límites. El perdón tiene un efecto saludable en la Iglesia y en la sociedad. Nos humaniza a todos. Favorece el clima y las actitudes que nos pueden llevar a una convivencia más fraterna. El perdón y la justicia podrían tener exigencias contrapuestas, y, en tal hipótesis, habría que dar prioridad a la justicia penal. Sólo ésta nos puede llevar a la paz.

    Sin embargo, esta contraposición entre el perdón y la justicia no es tan clara; el perdón y el amor al delincuente no van contra la justicia rectamente entendida. La justicia impone las sanciones exigidas para asegurar el orden de una convivencia justa. El amor, por su parte, sin negar lo exigido por la justicia para el bien común, busca directamente el bien de las personas y su mutuo entendimiento.

    Por eso, el perdón establece entre las personas una relación mucho más humana que la que puede originarse sólo de la aplicación pura y dura del código penal. Quien perdona, ama, y ese amor conduce a un nivel de convivencia que la justicia, por sí sola, es incapaz de lograr. El amor al enemigo, predicado por Jesús, no obstaculiza la llegada de la paz. Al contrario, esa capacidad de perdonar libera del odio y del ánimo de venganza, y dispone a una verdadera reconciliación. Quien ha introducido alguna vez odio en su corazón, siente la necesidad de olvidar y de liberarse de esa parte oscura de su historia. Sólo entonces se siente humano y cristiano.

    A veces se olvida que el proceso del perdón, a quien más bien hace es al ofendido, pues lo libera del mal, hace crecer su dignidad y nobleza, le da fuerzas para recrear su vida, le permite iniciar nuevos proyectos. Cuando Jesús invita a perdonar «hasta setenta veces siete», está invitando a seguir el camino más sano y eficaz para erradicar de nuestra vida el mal. Sus palabras adquieren mayor profundidad para quien cree en Dios como fuente última de perdón: «Perdonen y serán perdonados.» ADH 820.

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