Anunciar a Jesús resucitado en medio del sufrimiento del pueblo
Los cristianos y cristianas auténticos sabemos de la importancia de estar insertos en la vida del pueblo, alegre y sufriente, apropiándose de sus preocupaciones en un contexto de muerte injusta y temprana, tónica lamentable de la actualidad latinoamericana y caribeña. Se trata de una vivencia que nos sitúa allí donde no es posible separar solidaridad con los pobres y oración. Eso significa ser discípulo de Cristo, Dios y hombre a la vez. Es así cómo construimos una auténtica espiritualidad, es decir, una manera de ser cristiano. La conjunción de esas dos dimensiones, oración y compromiso, constituye estrictamente lo que llamamos el cumplimiento de la voluntad de Dios. En esta línea Gustavo Gutiérrez nos ofrece valiosas respuestas a tantos interrogantes que surgen en el diario vivir del pueblo orante y comprometido que sigue las huellas de Jesús. Pero también utiliza la pedagogía de la pregunta, dejándonos el gran interrogante: «¿cómo decirle al pobre, a quien se le imponen condiciones de vida que expresan una negación del amor, que Dios lo ama? Esto equivale a preguntarse, ¿cómo encontrar un lenguaje sobre Dios en medio del dolor y la opresión en que viven los pobres de América Latina?»[1]. Aunque es difícil anunciar la resurrección de Jesús estando inmerso en una realidad de muerte injusta y temprana, es vital comunicar la alegría del Evangelio para que no desfallezca la esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva.
Anunciar la liberación en Cristo es una misión personal y de la Comunidad eclesial que se sustenta en las palabras proclamadas, acompañadas del testimonio auténtico. Pese a nuestros inmensos problemas y a las situaciones particularmente dolorosas en que vive la gran mayoría de nuestro pueblo, es posible afirmar que la comunidad cristiana latinoamericana y caribeña atraviesa un período fecundo y vital, cargado de promesas donde «anunciar el reino de Dios es siempre algo nuevo, como permanentemente nuevo es mandamiento del amor que él nos dejó (cf. Jn 13,34)»[2].
Quiero compartir las elocuentes palabras de Gustavo Gutiérrez que encontramos al final de su introducción a la 14ª edición de su libro Teología de la Liberación: «Mirar lejos. Más allá de nuestro pequeño mundo, de nuestras ideas y discusiones, de nuestros intereses, malos ratos y –por qué no decirlo– de nuestras razones y legítimos derechos. La Iglesia en América Latina requiere unir sus fuerzas y no desgastarlas en discusiones de poco aliento. Podrá así “coger la oportunidad” de una nueva evangelización que se haga, en solidaridad con todos, desde los más pobres e insignificantes. Para ello necesitamos reconocer la interpelación del Señor presente en los signos de los tiempos; ellos nos llaman a una interpretación, pero sobre todo a un compromiso con los demás que nos haga amigos del “Amigo de la vida” (Sab 11,26)»[3].
Estas palabras nos estimulan a ampliar nuestros horizontes, a mirar al mundo más allá de las fronteras geográficas dentro de las cuales se desenvuelve nuestra vida; a descubrir los signos por medio de los cuales Dios nos sigue hablando. Esta apertura al mundo, o incluso esta solicitud por el mundo, está incluida de algún modo en el mandato misionero que Jesús dio a los once antes de su ascensión al cielo; apertura que debe permanecer latente en el espíritu de quienes dedican su vida al anuncio de Jesús resucitado en medio del sufrimiento del pueblo. ADH 835
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