Religión | Xavier Pikaza
Jerusalén y el cristianismo
Jesús, la subida a Jerusalén. Jesús sube a
Jerusalén anunciando la llegada del Reino de Dios que, lógicamente, debe
manifestarse allí, pero de una forma distinta: con un templo sin culto sacrificial,
abierto para todas las naciones, con un nuevo orden humano abierto al Reino de
Dios.
Jesús, Hijo de David, tenía que subir a la ciudad
de su antepasado David, no para conquistarla militarmente y reinar desde ella
sobre el mundo, como había hecho David, sino para instaurar allí otro Reino,
fundado precisamente en los pobres y expulsados de los reinos de la tierra. El
evangelio de Mateo ha entendido bien esta dinámica, al afirmar que los ciegos y
cojos son los portadores de la promesa real de la ciudad (cf. Mt 21, 14; quizá
en contraposición a 2 Sam 5, 6-8); ellos rodearon a Jesús en Jerusalén, que así
podrá entenderse como centro de la nueva humanidad mesiánica, capital del Reino
de los expulsados de la vieja historia humana (como ha sabido Ap 20).
La ciudad se tomaba como lugar de presencia de Dios. Por eso es normal que Jesús haya allí para encontrar al Dios en cuyo nombre ha proclamado el Reino
Así subió Jesús para iniciar el Reino de Dios,
pero Pilato, delegado del emperador de Roma, le condenó a muerte, rechazando su
proyecto (ser Rey de los judíos), precisamente ante las puertas de la ciudad
(que debía ser “capital” de su reino). Su entrada en la ciudad había tenido un
elemento mesiánico-político: vino rodeado de un grupo de amigos; pero, después,
ellos parecen haberle abandonado, pues Pilato mandó matarle sólo a él, ante la
ciudad, rechazando su pretensión escatológica.
Jerusalén
había tenido un carácter sacerdotal. Allí estaba el templo construido
precisamente por el “hijo de David” (Salomón), de tal forma que la ciudad se
tomaba como lugar de presencia de Dios. Por eso es normal que Jesús haya allí
para encontrar al Dios en cuyo nombre ha proclamado el Reino. Eso significa
que, al menos en un sentido, que Jesús ha aceptado el reto de Jerusalén con sus
pretensiones teocráticas, pero las ha entendido de un modo distinto, siendo
rechazado por los sacerdotes.
(a) Jerusalén era ciudad del Gran Rey (cf. Mt 5,
35), en cuyo nombre actuaban los sacerdotes en el templo. Pues bien, Jesús ha
subido allí, como verdadero y último representante del Dios-Rey de Jerusalén,
es decir, como pretendiente mesiánico, por lo que tendrá que enfrentarse con los
funcionarios sagrados del templo (como indica los pasajes donde se habla de la
purificación del templo: Mc 11, 15-19 par).
(b) Jerusalén es la ciudad de los sacerdotes, ante
quienes presenta Jesús su mensaje. Pero no lo hará como representante de un sacerdocio
más puro, en la línea de los esenios de Qumrán, o más legítimo, como los
conquistadores del 67 d. C., sino desde una perspectiva no-sacerdotal, es
decir, como portador “laico” de la venida del Reino (como enviado del Dios
Padre, rey mesiánico). Por eso su gesto de “purificación” del templo no será un
signo sacral (para instaurar un sacerdocio mejor), sino mesiánico: el templo
pierde su función antigua y se convierte en casa de oración para todas las
naciones.
Jerusalén era la ciudad del fin del mundo, el
lugar donde debía tener lugar la manifestación final de Dios. Por eso, Jesús
sube y llama allí a su Padre, a fin de que instaure su Reino, en la línea del
mensaje que había iniciado en Galilea. Viene porque espera en Dios y espera
también, probablemente, que Dios haga que los muertos retornen a la vida, de
manera que empiece así el tiempo de la resurrección final, en el entorno de
Jerusalén, donde la tradición situaba el Valle de Josafat o del juicio (cf Joel
3, 2.12), como indican las tumbas que habían empezado a construir algunos
judíos piadosos y ricos. En ese contexto se sitúa el famoso texto de la
resurrección de los muertos, que empieza a realizarse precisamente en este
mundo, conforme a Mt 27, 52-53, texto que Mateo presenta como signo de la pascua
de Jesús. Estos son algunos rasgos que definen el carácter escatológico de la
ciudad.
Era la ciudad de la promesa, lugar donde
debían venir en procesión todos de los pueblos.La tradición profética había
anunciado desde antiguo una “subida” de los pueblos, que vendrían a Jerusalén,
para iniciar un camino de paz y adorar a Dios en el templo, que estaría abierto
para todos los pueblos (cf. Is 2, 2-4; 60, 1-12). Posiblemente, el templo en
cuanto tal había perdido ya para Jesús su función sacrificial (propia de los
sacerdotes), de manera que no aparecía a sus ojos como lugar de sacrificios de
animales y de un culto especial de los judíos. Pero toda la ciudad podía
interpretarse de algún modo como templo, lugar donde se cumple la esperanza de
los pueblos (cf. Mt 8, 11: “vendrán de Oriente y Occidente…”).
Ciudad de paz. La tradición israelita
define a Jerusalén como promesa de paz y plenitud futura, tras la gran batalla
en la que Dios derrotará a los enemigos (de su pueblo). La manifestación de
Dios en Jerusalén forma parte de la doctrina común del judaísmo del tiempo de
Jesús (partiendo de Is 2, 24). Pues bien, conforme a Lc 19, 42, Jesús sube a
Jerusalén para anunciar precisamente esa paz, ofreciendo allí una garantía de
reconciliación final. En ese contexto, en principio, debemos afirmar que él no
ha buscado un Reino para fuera de este mundo, en línea platónica o puramente
intimista, sino que ha querido iniciarlo aquí, precisamente a partir de
Jerusalén, como culminación del camino profético de Israel.
Jerusalén: lucha final, tumba vacía. Ap 16, 16
afirma que la lucha decisiva del fin de los tiempos tendrá lugar en Armaguedón,
que parece aludir a Meguido, ciudad de frontera, entre la costa y Galilea,
donde Josías había sido derrotado y había muerto (2 Rey 23, 29). Pero la mayor
parte de la apocalíptica sitúa la batalla final en el entorno de Jerusalén,
como supondrán, algunos años después de Jesús, Teudas y un profeta egipcio
(Hech 5, 36; cf. Sal 48, 1-5). Conforme a esa visión, todos los pueblos
combatirían contra Jerusalén, pero Dios la defendería, de manera que la misma
ciudad vendrá a presentarse como expresión de su victoria final. Pero Jesús
murió en Jerusalén y no pasó nada: le enterraron, sin que sucediera cosa
extraordinaria alguna (cf. Lc 24, 21).
La misma subida de Jesús a Jerusalén había sido un
signo mesiánico, de tipo político y religioso: entró como rey, aclamado por los
galileos que le acompañaban (cf. Mc 11, 1-10 par), entró como iniciador de un
culto distinto al de los sacerdotes, purificando de esa forma el templo (cf. Mc
11, 11-30); entró anunciando a sus discípulos el Reino de Dios, en el que
beberían la próxima copa de vino (Mc 14, 25). Subió para esperar la respuesta
de Dios, pero fue ajusticiado, sin que nadie le defendiera en un plano externo.
Desde entonces, para los cristianos, Jerusalén es la ciudad de la muerte de
Jesús, es decir, de su “martyrion”, vinculado a un tipo de fracaso de todas las
esperanzas anteriores.
Pero, al mismo tiempo, Jerusalén empezó a ser la
ciudad de la experiencia pascual, vinculada a una tumba vacía. Ciertamente, el
surgimiento de la Iglesia cristiana está vinculado a varios grupos de
discípulos de Jesús, que viven quizá en lugares diversos (Galilea y Jerusalén).
Pero, como Pablo ha puesto de relieve (1 Cor 15, 3-9), todos esos grupos tienen
algo en común: sus fundadores han visto a Jesús resucitado, transformando y
recreando de esa forma todo el mensaje y camino anterior del evangelio. Pues bien,
entre esos grupos cristianos ocupan un lugar central los de Jerusalén,
centrados primero en torno a Pedro y luego en torno a Santiago, el hermano del
Señor (como aparece en Hech 1-15). Ellos, los cristianos de Jerusalén, se
quedaron allí porque tenían la certeza de que el mismo Jesús que había sido
ajusticiado y que había muerto en Jerusalén volvería allí mismo, para iniciar
el Reino en la misma ciudad santa. Para aquellos cristianos primeros, Jerusalén
era no sólo la ciudad de la muerte de Jesús, sino también la ciudad de su
parusía.
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