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    lunes, 12 de abril de 2021

    Caín, ¿Dónde está tu hermano?


    Cultura y Vida | Evangelium Vitae





    Caín, ¿Dónde está tu hermano? ¿Qué has hecho?

     

    Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.

     

    El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo…

     

    Caín se “irritó en gran manera” y su rostro se “abatió” porque el Señor “miró propicio a Abel y su oblación” (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: “Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar” (Gn 4, 7).

     

    Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes”.

     

    El hermano mata a su hermano

    Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco “espiritual” que agrupa a los hombres en una única gran familia 11 donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco “de carne y sangre”, por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.

     

    En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que “era homicida desde el principio” (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: “Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano” (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.

     

    Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: “No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” (Gn 4, 9). “No sé”. Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. “¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?”: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.

     

    Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de “pecados que claman venganza ante la presencia de Dios” y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario. Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, “la sangre es la vida” (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.

     

    Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de “jardín de Edén” (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser “país de Nod” (Gn 4, 16), lugar de “miseria”, de soledad y de lejanía de Dios. Caín será “vagabundo errante por la tierra” (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.

     

    Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, “puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara” (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: “ Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte”.

     

    Carta Encíclica Evangelium Vitae del papa Juan Pablo II. Cap. 1, Actuales amenazas a la vida humana.



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