Nuestra Señora del Sábado | Card. Carlo Martini
El Sábado santo de María
El Viernes
santo, después de la muerte de Jesús, el discípulo Juan “tomó a María consigo”
(Jn 19,27), en su corazón y en su casa. No resulta fácil imaginar lo que quiere
decir esto: ¿se trata de una casa en Jerusalén? ¿O de un simple lugar de apoyo
para los peregrinos de Galilea a Jerusalén en ocasión de la Pascua?
Trato de entrar en esta casa donde la Madre de Jesús
vive su “Sábado santo” y de iniciar, con el permiso de Juan, un diálogo con
ella. Un diálogo hecho ante todo de contemplación de su modo de vivir este
momento dramático.
Contemplo a María: permaneció en silencio al pie de la
cruz en el inmenso dolor de la muerte del Hijo y permanece en silencio en la
espera sin perder la fe en el Dios de la vida, mientras el cuerpo del
Crucificado yace en el sepulcro. En este tiempo que está entre la oscuridad más
densa – “se oscureció toda la tierra” (Mc 15,33) – y la aurora del día de
Pascua – “a la madrugada del primer día después del sábado... cuando salía el
sol” (Mc 16,2) – María revive las grandes coordenadas de su vida, coordenadas que
resplandecen desde la escena de la Anunciación y caracterizan su peregrinación
en la fe. Justamente así ella nos habla al corazón, a nosotros, peregrinos en
el “Sábado santo” de la historia.
1. El
sábado del silencio de Dios, Tú eres y permaneces la “Virgo fidelis” y nos
obtienes la “consolación de la mente”.
¿Qué nos dices, Madre del Señor, desde el abismo de tu
sufrimiento? ¿Qué sugieres a los discípulos desorientados?
Me parece que tú nos susurras una palabra, semejante a
la que un día pronunció tu Hijo: “¡Si tuvieran fe como una semilla de
mostaza...!” (Mt 17,20).
¿Qué quieres comunicarnos? Tú querrías que nosotros,
partícipes de tu dolor, participáramos también de tu consolación. Tú sabes, en
efecto, que Dios “nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que también
nosotros podamos consolar a los que están en toda clase de aflicción con la
consolación con la cual nosotros somos consolados por Dios” (2Cor 1,4).
Es la consolación que viene de la fe. Tú, María, en el
Sábado santo eres y permaneces la “Virgo fidelis”, la Virgen creyente, tú
llevas a cumplimiento la espiritualidad de Israel, alimentada de escucha y de
confianza.
Pero ¿cómo obra la consolación que viene de la fe?
Esta asume formas diversas y una de ellas – de la cual hoy tenemos tanta
necesidad – puede ser llamada la “consolación de la mente”. ¿De qué se trata?
Es un don divino muy simple, que permite intuir como
en una mirada única la riqueza, la coherencia, la armonía, la cohesión, la
belleza de los contenidos de la fe. Un teólogo contemporáneo, Hans Urs von
Balthasar, la llamaba “percepción de la forma” (“Schau der Gestalt”), intuición
del vínculo que une entre sí todas las verdades de salvación y devela su
proporción y fascinación. Frente a la evidencia del sufrimiento y de la muerte,
que tiende a aplastar el corazón, esta intuición se presenta como una gracia
del Espíritu Santo que hace resplandecer tanto la “gloria de Dios” que ilumina
con la luz de la verdad hasta los ángulos más tenebrosos de la historia. Es la
gracia de percibir la gloria de Dios que se manifiesta en el conjunto de los
gestos con los que el Padre se da al mundo en la historia de la salvación y, en
particular, en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Es el don de presagiar
detrás y debajo de los acontecimientos de la fe los vestigios del misterio de
la Trinidad.
La “consolación de la mente” (o “consolación
intelectual”) se tiene cuando los gestos y las palabras consignadas en las
Escrituras se relacionan con otros gestos y palabras de la revelación: quien
recibe esta gracia siente que cada piedrecita del mosaico ilumina las vecinas y
se compone con las más lejanas en un diseño convincente y fulgurante. Entonces
ya no se queda uno bloqueado en la oración frente a uno u otro de los momentos
singulares de la historia de salvación, incapaz de ver la relación y el
encadenamiento de un hecho o una palabra singular con todas las otras; la mente
advierte una luz que la inunda, el corazón se dilata, la oración brota como de
un fresco manantial.
Es la gracia de la visión sintética y mística del plan
de Dios que a Ti, María, se ha comunicado por las palabras del ángel Gabriel
cuando resumía en tu presencia el destino del hijo de David (“Será grande y
llamado Hijo del Altísimo... su reino no tendrá fin”, Lc 1,32-33). Es la gracia
de contemplación unitaria de las constantes del obrar divino que Tú has cantado
en el Magnificat (Lc 1,40-55). Es el ejercicio del recuerdo meditativo de los
hechos salvíficos que Tú, María, has practicado desde el principio. “María, por
su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19);
“Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51).
Cada uno de nosotros, cuando recibe esta gracia,
aunque sea sólo un indicio de ella, vive algo semejante a lo que vivieron los
tres discípulos en el monte de la Transfiguración. Contemplando a Jesús con
Moisés y Elías, y oyéndolos hablar del “éxodo” de Jesús a Jerusalén (cf. Lc
9,21), ellos intuyen los lazos profundos que vinculan los miles de episodios
narrados en las Escrituras y perciben la fuerza de unidad que los reúne y lleva
a cumplimiento en la Pasión y Resurrección del Señor. Es una apertura de los
ojos y del corazón que da un sentido profundo de satisfacción y de paz.
Entonces, también las sombras y las tragedias de este mundo se revelan como
atravesadas por la luz de amor, de compasión y de perdón que proviene del
corazón del Padre. Se percibe algo de la verdad de las bienaventuranzas, el
corazón se abre a la esperanza de justicia, a la visión de la victoria de los
pobres y oprimidos de esta tierra.
Un santo que ha gozado de esta gracia de manera
extraordinaria la describe así: “se le empezaron a abrir los ojos del
entendimiento... y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas
las cosas nuevas... recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera
que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años,
coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha
sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto,
como en aquella vez sola.” (S. IGNACIO DE LOYOLA, Autobiografía, n. 30)
Nosotros no sabemos, María, qué tipo de consolación
profunda te ha sostenido en tu Sábado santo. Pero estamos seguros de que Quien
te ha concedido tan grandes dones en momentos decisivos de tu existencia te ha
sostenido también en aquel día, en continuidad con todas las gracias
precedentes. La fuerza del Espíritu, presente en ti desde el inicio, te ha
sostenido en el momento de la oscuridad y de la derrota aparente de tu Jesús.
Tú has recibido el don de poder confiarte hasta el fondo en el designio de Dios
y has reconocido en tu intimidad su potencia y su gloria. Así, tú nos enseñas a
creer también en las noches de la fe, a celebrar la gloria del Altísimo en la
experiencia del abandono, a proclamar la primacía de Dios y a amarlo en sus
silencios y en las derrotas aparentes. Intercede por nosotros, Madre, para que
no nos falte jamás aquella consolación de la mente que sostiene nuestra fe y
haz que de una semilla de mostaza brote un árbol capaz de ofrecer refugio a los
pájaros del cielo (cf. Mt 13,31-32).
Carlo Maria Martini
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