Un grano de mostaza | Dolores Aleixandre
Normalidad en Galilea
Esa normalidad tan añorada...
Nada más nombrado y añorado hoy que la normalidad.
Suspiramos por ella, la recordamos con nostalgia, deseamos su llegada como si
estuviéramos en una especie de Adviento, la esperamos como una promesa
mesiánica: cuando volvamos a estar en la normalidad, no llevaremos mascarilla,
podremos ir y venir a donde queramos, nos reuniremos sin tener en cuenta el
aforo, viajaremos sin prohibiciones…
¿Y si desviáramos nuestros deseos en otra
dirección? En concreto hacia aquella normalidad nueva que comienza en la
Galilea a la que convocaba Jesús a sus discípulos la mañana del Primer Día de
la semana. Porque a partir de ese Día-que-hizo-el-Señor, todas las cosas son
nuevas, la realidad queda trasformada, la vida cotidiana cambia de signo y el
discípulo/a que va al encuentro del Resucitado en Galilea experimenta que su
vida está marcada por lo que ha vivido su Maestro y Señor.
Si él es el Arrodillado para lavar los pies de los
suyos, lo normal para nosotros es ponernos “a ras de suelo” ante los otros, sin
extrañarnos que tengan sucios los pies o sus equivalentes relacionales: durezas
en el trato, desviaciones tipo juanete en la conducta, reacciones callosas
difíciles de manejar en la vida comunitaria.
Si somos amigos del Cuidador de los suyos, nuestra
normalidad es tratar de bañar de calidez nuestras relaciones, conseguir que se
resquebraje esa dureza que a veces vuelve sombrío nuestro celibato, derramar
cordialidad, inventar gestos de ternura.
Si vamos en busca del Amador-hasta-el-final, lo
normal en nuestra vida es ponernos a tiro para que nos alcancen los problemas
de los otros y vivir un poco más desentendidos y descuidados de lo propio.
Si somos seguidores del Descartado que guardó
silencio ante quienes le acusaban y condenaban, lo normal para nosotros sería
no montar un numerito cuando pasa algo que nos hace quedar mal, ni sentirnos
absurdamente heridos porque no nos han tenido suficientemente en cuenta.
Si somos discípulos del Vaciado que tomó la
condición de esclavo, lo normal para nosotros sería no engañarnos con pretextos tipo
“hay-que-ser-como-todo- el-mundo" (como en el cuento de "Los siete cabritos",
hay que decirle al lobo “Enséñanos la patita...”, porque la harina suele camuflar una exigencia
de más independencia o más confort). Y
solo cuando estamos cerca de las situaciones de extrema precariedad que vive
tanta gente caemos en la cuenta de
cuántas cosas podríamos vaciarnos, empezando
por el armario.
Y como seguimos en Pascua, lo normal es que
estemos deseando parecernos al Radiante, al Eufórico, (euforos en griego es
alguien que ha llevado bien una carga, que ha conseguido buenos resultados, que
es portador de algo bueno: frutos, noticias felices, alegría…) y al Viviente le
sobran razones para recibir esos nombres.
Qué suerte la nuestra si se vuelve a encender en
nosotros aquella "chispa de locura" que movilizó nuestras vidas hacia
el seguimiento de Jesús, cuando él nos “engañó” hasta el punto de que llegamos
a encontrar normales las exageraciones, derroches y excesos de su Evangelio.
Cuando, al leer las palabras de aquel sufí: “Ellos me dijeron: te has vuelto
loco a causa de aquél a quien amas”, supimos que queríamos vivir dando su misma
respuesta: “El sabor de la vida es solo para los locos”.
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