Solidaridad | P.
Miguel Ángel Gullón, op
“Cuando las telarañas tejen juntas pueden atar a un león”[1]
El
día 26 de enero conmemoramos el 5° aniversario de los brutales desalojos de la
impune Central Romana a 80 familias seibanas sin que todavía se haya hecho justicia.
Hasta ahora se quejan los directivos de la diabólica empresa que les estamos
dañando su imagen, al modo de una pataleta infantil. ¿Acaso estos personajes
maquiavélicos, que se dicen muy cristianos pues se sientan en el primer banco
de la Basílica de la Altagracia y construyen iglesias, no violentaron la imagen
sagrada de Dios en los niños y niñas que encañonaron salvajemente? Pero estos
magnates del azúcar manchado con sangre y sudor infantil no saben que la
población está cansada de tantas violaciones a la dignidad y que las telarañas
de la solidaridad atarán para siempre con las cadenas del infierno a estos pordioseros
que sólo sonríen cuando tienen en sus manos el dinero fruto de la esclavitud y muerte
temprana.
“Dios
es grande”, manifestación de fe de la religiosidad popular, hace justicia con
los reyes del azúcar amargo diciéndoles que ya está bueno de burlarse de un
pueblo que tiene los ojos puestos en su infinita misericordia. Pues, como dice
Bernardo Cuesta: «estamos convencidos de que Dios, el Dios de la vida, habla.
Su lenguaje además es pluriforme. Dios habla en las piedras, en la montaña, en
el mar, en la tormenta, pero habla también, y, sobre todo, en los pobres, en
las cárceles, en los gritos de dolor y de alegría de los hombres. Una reflexión
auténtica sobre Dios, un discurso teológico verdadero, necesita de esta
experiencia de Dios en sus manifestaciones más básicas: todos los que hablamos
sobre Dios necesitamos haber oído, sentido, experimentado a Dios en los gritos
de dolor y de esperanza de los hombres; necesitamos tener un corazón puro,
necesitamos estar implicados y complicados en la vida de nuestros hermanos los
hombres, especialmente de los más necesitados»[2]. Sigue apuntando Bernardo Cuesta que la
fe en el Dios de la Vida exige la lucha decidida contra los ídolos asesinos, en
nombre de los cuales se siguen crucificando y marginando a los seres humanos.
Para ello es necesario tomar conciencia y denunciar como injusto un sistema que
condena a la mayor parte de la humanidad al subdesarrollo y a la pobreza,
apostar activamente por un nuevo modelo de civilización frente al modelo actual
basado en la competitividad y el progreso indefinido, con las secuelas de
muerte que de ello se derivan, y luchar por la paz creando cauces reales y
operativos que la hagan posible[3].
Estamos
ante una preciosa oportunidad en este tiempo de pandemia ya que toda crisis
augura algo mejor para la sociedad si se reflexiona y trabaja en las claves de
la solidaridad y la gratuidad, guías necesarias en la construcción de
Comunidades que viven con dignidad. Pues los insignificantes, los invisibles,
los que no cuentan: son mujeres y hombres, niñas y niños con rostros concretos
que no existen para la sociedad de derechos, pero sí para la sociedad de
consumo, porque sin ellos se pararía la vertiginosa carrera del mal llamado
desarrollo. Jesús de Nazareth escuchó y acogió a los orillados de la historia
de entonces, a los empobrecidos ya en ese tiempo. Hoy ya no podemos pretender
que la pobreza de la gente procede de una situación pecaminosa o que es
merecida por quien la sufre y padece. En relación a este prejuicio, el Grupo
Vicini justificaba la miseria de los braceros haitianos sobre la base de su
falta de organización en cooperativas, sindicatos, asociaciones, etc. Es una
afirmación demasiado gratuita que desconoce o se desentiende de la sangrante
realidad en la que viven estas Comunidades desplazadas, apátridas e ignorantes
de los derechos que les pertenecen. Faltó tiempo para que diversos colectivos y
ONG`s se pronunciaran en su contra, argumentando razones de peso que rebatieron
esa máxima del empresario explotador.
Sólo
desde la mirada samaritana podremos mirar críticamente el contexto de forma que
nuestras respuestas ofrezcan verdaderos cauces de solución a las heridas de
nuestro mundo sordo al clamor de los orillados de la historia. La pobreza, o
mejor dicho el empobrecimiento, son contrarios a la utopía y una disfunción
comprensible del sistema para el neoliberalismo. Pero para los más
conservadores como para los más progresistas –dice G. Gutiérrez– está claro que
«la pobreza significa, en última instancia, muerte». Y a continuación subraya
que la pobreza no se reduce únicamente a carencias: «carencia de alimento y de
techo, imposibilidad de atender debidamente a necesidades de salud y educación,
explotación del trabajo, desempleo permanente, falta de respeto a la dignidad
humana e injustas limitaciones a la libertad personal en los campos de
expresión, lo político y lo religioso, sufrimiento diario… la pobreza no
consiste sólo en carencias. El pobre tiene muchas veces una cultura con sus
propios valores, ser pobre es un modo de vivir, de amar, de orar, de creer y
esperar, de pasar el tiempo libre, de luchar por su vida. Ser pobre hoy
significa igualmente, cada vez más, empeñarse en la lucha por la justicia y la
paz, defender su vida y su libertad, buscar una mayor participación democrática
en las decisiones de la sociedad, así como organizarse “para una vivencia integral
de su fe” (DM, n. 1137) y comprometerse en la liberación de toda persona
humana»[4]. ADH 853
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