Actualidad | Cristian Peralta, SJ
Cultura política y
corrupción… Pero,
¡¿cuál es el problema?!
Mientras realizaba estudios en Chile, tuve
un compañero que, ante la expresión pública de una barbaridad manifiesta, decía
con tono irónico: «Eso que acaba de decir da para un artículo de investigación
en la Revista Criterio». Ciertamente
en Chile no existía esa revista, pero lo decía para no referirse directamente al
causante de semejante atropello al buen juicio y al sentido común con el
adjetivo sudamericano «descriteriado».
He recordado la frase de mi compañero cuando
recibí el fragmento de una entrevista realizada a un servidor público que, al
parecer, sufrió un repentino ataque que sinceridad. Y es que, luego de negar
todo vínculo paterno con la patria y asegurar que no comparte rasgos de
santidad con la Madre Teresa de Calcuta, afirmó que, si un político tenía la
oportunidad de beneficiarse económicamente de su posición, resultaba evidente
que lo haría. Más aún, transparentando un hondo sentimiento de indignación, expresó:
«Pero, ¡¿cuál es el problema?! ¡Si eso no es escondido!». Con ello, por alguna
razón que no indicó, relacionó la supuesta inocuidad de dicha corrupción de la
función pública con el hecho de que sucede a plena luz del día y con total
conocimiento de los que le rodean. Más aún, cual pedagogo, dio un ejemplo de
dicha práctica aludiendo a la concesión de un permiso para el establecimiento
de una estación de combustible, bajo el alegato de que no se negaría a recibir
dinero para «mover eso» en el ayuntamiento, eso sí, sin tocar el sacrosanto erario
público.
Más que referirme al protagonista de la
mencionada entrevista, deseo brindar algunas ideas sobre lo que manifiestan, a
mi modo de ver, algunas de sus afirmaciones. Adela Cortina, en su libro ¿Para qué sirve realmente la ética?,
hace referencia a la indignación como sentimiento ético. La indignación, precisa
la autora, remite a una idea previa de justicia, por lo que ésta brota con
fuerza cuando experimentamos, en nosotros o a nuestro alrededor, alguna
situación que intuitivamente catalogaríamos como injusta. El tono de
indignación que se percibe en la entrevista a causa de los cuestionamientos
sobre el aprovechamiento de la función pública para el enriquecimiento
personal, transparenta el concepto de justicia que lo fundamenta: es justo que
un servidor público obtenga beneficios colaterales a causa de la función que
desempeña.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en
su ensayo Cómo mueren las democracias,
a propósito de la preservación del orden constitucional y las instituciones de
los países democráticos, enfatizan una idea con apariencia de obviedad, pero
con resonancias prácticas interesantes: en todos los países existen reglas
escritas y reglas no escritas. La interacción entre ambos tipos de reglas constituirían
un elemento importante en la configuración de la cultura política y cívica de
dicho país. Las reglas escritas, según los autores, solo pueden sostenerse en
la medida en que las reglas no escritas contribuyan a ello. La pregunta que
debemos hacernos es: ¿cuáles son las reglas no escritas que sirven de suelo
nutricio y posibilitan el funcionamiento de las instituciones y leyes de
nuestro país? Esta pregunta es importante, ya que, si se normalizan las
prácticas como el ventajismo, las prebendas, la colusión política y
empresarial, el aprovechamiento del poder político, económico o religioso para
el beneficio particular o de aquellos que nos rodean… lamentablemente, ya pueden
redactarse los mejores textos constitucionales y los más detallados reglamentos
de aplicación, pero sin un asentado y democráticamente sano sentido de lo
público, del bien común y la justicia social, mediados por una cultura cívica, simplemente
no nos faltarán grandes urdidores de trampas e incansables buscadores de resquicios
legales que permitan la corrupción.
Es evidente que la corrupción puede
estar presente, y de hecho está, en todos los ámbitos, tanto públicos como
privados, aunque esto no significa que todos los participantes de dichos
ámbitos sean corruptos. En nuestro país existen personas con un hondo sentido
del bien común, un importante testimonio de compromiso por la justicia social y
un manejo cotidiano movido por la honradez. El punto es que las normas legales
no son suficientes para acabar con la corrupción, se necesita de una
transformación cultural en la que las reglas no escritas que pululen en nuestro
modo de relacionarnos con lo público apunten al bien común. Para entendernos, no
es cierto que la recepción de pagos o regalos con el objetivo de obtener un
permiso en algo que toca al interés común, deja de denigrar la función de
representación ciudadana que corresponde a un servidor público, no importa que
este se abstenga de tocar el dinero del pueblo. Recordemos la tercera acepción
que trae el diccionario de la palabra soborno:
«Cosa que mueve, impele o excita el ánimo para inclinarlo a complacer a otra
persona». De otra forma, no solo es corrupción el robo directo del dinero de
los contribuyentes, lo es también el incumplimiento de las funciones para las
cuales fue elegido, lo cual es agravado por la parcialización hacia el interés de
un particular en detrimento de la función que le corresponde en la protección del
bien común y el interés general.
No nos engañemos, el error de esa declaración
no consistió en manifestar públicamente una práctica que se presume habitual, sino
el hecho de pretender que dicha práctica sea juzgada como moralmente neutra. Lo
que esto manifiesta es la urgente necesidad de la formación de la conciencia
moral y cívica, esa que permite sopesar las acciones en relación a lo común
como buenas y malas, esa que impulsa al compromiso con las normas de la sana
convivencia ciudadana, esa que nos ayuda a renunciar a aquello que vaya en
contra de la justicia social y el bien común. Existe la posibilidad de educar
la conciencia cívica y no solo desde el sistema educativo formal, sino, y
considero que sobre todo, con el testimonio que se gesta en lo pequeño y en la
cotidianidad. Necesitamos referentes de que una vida honrada es una vida plena.
A la vez que necesitamos que crezca en nosotros la capacidad de indignación
ante la corrupción, la impunidad y el atropello de lo común. No podemos
alentar, ya sea activa o pasivamente, una sociedad sin régimen de
consecuencias, sin capacidad de reproche ante lo mal hecho o donde se fomente
una concepción del Estado como patrimonio particular de quienes ostentan el
poder político y económico. Debemos evitar, a toda costa, que el sentido del
escándalo muera en nuestro interior, normalizando todo aquello que debería
generar en nosotros un comprometido reclamo de justicia.
Ojalá y algún día, con el compromiso
de todos, podamos como país dejar de engrosar los números de la Revista Criterio. ADH 858.
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