Espiritualidad del corazón | P. José M. Alvares, msc/Madre & Maestra
Esteban, el primer mártir
Seguramente a más de un lector le sonará la
palabra “protomártir”, pues se usa en la iglesia para designar al que fuera su
primer mártir. Se refiere a san Esteban, uno de los primeros diáconos
(=servidores) que eligieron los apóstoles para que se encargaran de atender las
necesidades de aquella primitiva comunidad, entre las que destacaba la atención
a los pobres, a los huérfanos y las viudas (ver el libro de los Hechos, 6,1-6).
En principio fueron sólo siete, “hombre de buena fama y llenos de Espíritu Santo
y de saber”, que se responsabilizaron de una tarea que aliviaba a los apóstoles
para que pudieran volcarse en la predicación.
De estos siete destacaba Esteban porque, como dice
el texto sagrado, “lleno de gracia de poder, realizaba grandes prodigios y
signos entre l pueblo” (Hch. 6,8). Y eso despertó las envidias suficientes
como para que, al no poder derrotarle con argumentos, lo quisieron hacer con
calumnias. Por eso le llevaron ante el tribunal del Sanedrín, en donde él,
recordándole la historia de la salvación que Dios realizó con el pueblo de
Israel, concluyó haciéndoles ver lo equivocado que estaban y cómo se habían
apartado de la Ley de Dios asesinado a su Mesías (Hch. 7). Esto, en vez de
avergonzarles, les llenó de resentimiento y furia y lo sacaron fuera de la
ciudad para lapidarle. Y así lo hicieron, mientras el joven Esteban pedía a
Dios que no les tuviera en cuenta ese pecado, lo mismo que hiciera Jesucristo
desde la cruz (Lc. 23,34).
Este martirio inauguró el de muchos cristianos, desatando una persecución contra ellos en Jerusalén, después en otros lugares de Palestina y más tarde en todo el Imperio Romano hasta alcanzar costas asombrosas de sufrimiento para aquellos primeros creyentes cuyo único pecado era el haber escuchado el Evangelio e intentar ser fieles a ese mensaje de Jesús. ¿Es posible? Lo fue… y lo sigue siendo porque a día de hoy no dejan de sucederse los asesinatos y los desprecios contra todos aquellos que pretender vivir lo cristiano, como si nuestro mensaje de paz y de bien, como resumiera san Francisco de Asís, fuera un peligro para la Humanidad. Basta echar un vistazo al panorama mundial para captar enseguida esta triste realidad de que en pleno siglo XXI, con tantos avances como hemos logrado, no hayamos sido aún capaces de vivir esa paz y ese respeto mutuo que proclama el Evangelio. Aunque estemos disfrutando muchas consecuencias benéficas del mensaje cristiano, como son los Derechos Humanos y otros valores que desde hace siglos han generado multitud de obras sociales, aún quedan grandes sectores del a Humanidad pendientes de recibir estos beneficios. Y aún surge todavía ese mismo odio irracional que promueve el martirio de inocentes cuyo único “pecado”, por así decir, es el de contrariar a quienes no piensan ni obran igual. Esto lo podemos ver claramente en ese relato del mártir san Esteban, asesinado por predicar y ayudar a su propio pueblo, pero por hacerlo sin amoldarse al gusto o la conveniencia de quienes detentaban la autoridad religiosa. Es lo mismo que le pasó a su Maestro, Jesucristo, que igualmente fue censurado y asesinado por ir contracorriente. Y es también lo que les sucedió -y sucede- a los miles de cristianos que, por ser fieles al Evangelio, contradicen normas y tradiciones removiendo conciencias e invitando a cambiar para bien. Lo podemos ver, por ejemplo, en el relato de persecución y muerte de nuestros hoy beatos mártires de El Quiché, que ni atentaron contra el gobierno ni buscaron enfrentarse a sus fuerzas militares y policiales. Como habrán visto nuestros lectores en estas y otras páginas de nuestra revista, todos ellos fueron personas que si se caracterizaron por algo fue por su fe y por su servicio desinteresado al pueblo más necesitado. Y si esto molestó a los poderosos es porque seguramente les avergonzaba el que no ellos quienes llevaban a cabo la obra humanitaria y social que debían ser de su competencia.
… O porque el Evangelio sigue siendo revulsivo de conciencias, “espada que penetra alma y espíritu para discernir sentimientos” (Hb. 4,12).
En este relato del protomártir Esteban llama la
atención que se describa cómo un joven Saulo, que luego pasó a convertirse en
el gran apóstol Pablo, asistía a ese crimen y lo aprobaba (Hch. 7,58;8,1). Algo que nos invita a comprender que siempre
queda abierta la puerta de la conversión incluso para el que está convencido de
obrar bien cuando obra mal. Porque este mismo Pablo que causaba estragos en la
naciente Iglesia (Hch. 8,3), pasó a ser testigo él también del Jesús resucitado.
Cosas de la gracia de Dios, que es un don que abre los ojos y transforma los
corazones de piedra en corazones de carne.
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