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    jueves, 29 de julio de 2021

    Nacer y morir, cosas de mujeres


    Mujer Iglesia Mundo | Chiara Giaccardi



    Nacer y morir, cosas de mujeres

     

    El milagro del nacimiento no puede tener lugar sin que el cuerpo de la mujer se convierta en un útero acogedor y protector hasta que se alumbra. En momentos cruciales, la mujer que da a luz recibe el apoyo de otras mujeres. De su madre, de sus hermanas, de las amigas o de las vecinas. La matrona es una mujer. La feminidad es generativa y mayéutica. El comienzo de la vida se hace posible tocando el vientre con las manos, dando abrazos, animando con las voces, los cantos, las oraciones y los gestos. Es, en definitiva, demostraciones del cuidado femenino. Y así se repite en todas las culturas a lo largo de todos los tiempos.

     

    Si se concibe la muerte como una hermana y no como una enemiga, la perspectiva de la vida cambia

     

    La historia de la Salvación comienza así, a partir de una encarnación, del paso por la puerta estrecha del cuerpo de una mujer y desde la ternura de la delicadeza materna. Quizás por la misma razón, como dice el dicho de una isla de Guinea Bissau, “las cosas de la muerte son cosas de las mujeres”.

     

    Y también, en la historia de la Salvación están las mujeres que cuidan de Jesús cuando va a morir (Verónica que enjuga su rostro camino del Calvario), le acompañan fielmente en su vía crucis, le esperan al pie de la cruz (las tres Marías), lloran sobre su cadáver (como vemos en la rica iconografía del lamento sobre Cristo muerto, de Giotto a Mantegna), asisten a su sepultura y reciben el anuncio de la resurrección del ángel.

     

    Las mujeres dan testimonio y anuncian el milagro de la salvación, que es para todos: nacimiento, muerte y resurrección como pasos de un solo camino, donde la muerte es un puente entre la vida mortal, en el tiempo, y la vida inmortal, en la eternidad. Es a las mujeres a las que se les entrega este misterio; son ellas quienes lo atesoran con su capacidad de generar y dejar partir, confiando a la vida el fruto de su vientre. Una dimensión teológica que une el cuerpo y el soplo del espíritu, la tierra y el cielo, el principio y el fin y lo eterno en un único y gran camino de Salvación. Hay muchos interrogantes abiertos aún sobre este Misterio.

     

    Un viaje solos

    En todas las culturas, el misterio de la muerte, del tránsito, siempre ha estado en el centro de una elaboración cultural colectiva. Pero, a partir de la modernidad, -que ha convertido en líquida esta cultura hasta hacerla pasar por infantilismo y superstición-, fracasa el marco de sentido dentro del cual interpretar y reelaborar esta dimensión ineludible de la existencia. Entre otros, lo escribió el sociólogo alemán Norbert Elias en La soledad de los moribundos: en sociedades que se definen como avanzadas, la gente enferma, envejece y muere cada vez más sola, aislada de la comunidad, en centros especializados que medicalizan el fin de la existencia. Así, se aleja a los enfermos y a los ancianos de la mirada ajena, dejándolos a merced de la angustia. Una situación que la llegada del coronavirus ha acentuado aún más.

     

    Es la dimensión del rito la que falla, esa forma particular de acción social colectiva cuya etimología está enraizada en la idea de orden, correspondencia y vínculo. El rito produce significado al vincular cielo y tierra, -lo inmanente y lo trascendente-, y dentro de esta alianza crea las condiciones para un vínculo más profundo entre las personas. Es un lenguaje que habla a través de elementos sensibles (el cuerpo, los símbolos), donde todo significa por sí mismo y más que sí mismo; una secuencia de gestos que conectan a la comunidad y a las generaciones en una historia compartida que persiste más allá de lo pasajero. Tal y como se llega al mundo gracias a los demás y con los demás, también la muerte debe ser acompañada. Sobre todo, son las mujeres las que presiden estos momentos de transición y transmutación.

     

    Los ritos funerarios son ritos de paso y acompañamiento al tránsito, caracterizados por la triple estructura de separación/margen/agregación. Velar a los difuntos para procesar el desprendimiento, el rito de acompañamiento al entierro o las oraciones por las almas de los difuntos que pueden velar por los vivos desde su nueva condición, son parte de este esquema que organiza la vida social en sus momentos más cruciales. Pero también todas las costumbres que refuerzan el vínculo entre el mundo de los muertos y el de los vivos, como las presentes en muchas regiones de Italia donde se pone la mesa para los muertos en los días de noviembre dedicados a su memoria, se cocinan sus platos favoritos y se comparten recuerdos con el fin de mantener viva su presencia a lo largo de generaciones.

     

    De esta forma, la muerte, que es también abismo y misterio, puede formar parte de nuestra vida cotidiana como un espacio de sentido. Es la invitación de la poetisa Mariangela Gualtieri: “Haz familiar la muerte viviendo en ella”. Los rituales son lenguajes para habitar la muerte, para familiarizarnos con ella, para transformar la herida de la muerte en un nuevo vínculo entre el cielo y la tierra, que también refuerza el vínculo entre los que quedan.

     

    La secularización ha derrumbado el marco de sentido que conecta la muerte con la resurrección, mientras que Cristina Campo habla en uno de sus poemas de este intenso y misterioso vínculo: “Nunca rezo por los muertos, rezo a los muertos. La infinita sabiduría y clemencia de sus rostros: ¿cómo se puede pensar que todavía nos necesitan? A cada amigo que se va, le hablo de un amigo que se queda; a esa cortesía infinita sin arrugas le asigno un rostro aquí abajo, torturado, oscilante”.

     

    la individualización nos ha dejado solos para afrontar el momento del desapego, que se convierte en un fin, una nadificación, un disolverse de lo que se ha sido. Banalizar el rito, vaciarlo o ridiculizarlo significa privar al individuo de un apoyo colectivo y de un horizonte de sentido, dejándolo solo consigo mismo, aplastado por la angustia y mudo, sin esperanza ante la muerte. La eliminación del rito nos impide ver que la vida no es la vida real si lo que se pretende es eliminar la muerte de su horizonte porque es una presencia incómoda. La vida es real si la muerte se asume como parte de la misma.

     

    L’Osservatore Romano—Edición especial en español – número 68 – abril 2021


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