A debate | Paolo Beltrame/LCC
¿Dios juega a los dados? (I)
Física cuántica y el misterio del universo
En una
ocasión, Albert Einstein[1], dirigiéndose a los científicos que en ese momento
se dedicaban a la «nueva física», les dijo: «el problema cuántico es tan
extraordinariamente importante y difícil que debería captar la atención de
todos»[2]. La «mecánica cuántica» es actualmente la teoría
física más completa para describir la materia, la radiación y las interacciones
recíprocas, especialmente cuando las teorías anteriores, las así llamadas
«teorías clásicas»[3], resultan inadecuadas, es decir, en lo que se
refiere a los fenómenos de longitud o energía atómica y subatómica. La frase de
Einstein es válida para todos, porque, además de tener un gran impacto
tecnológico – y consecuentemente social -, tiene implicancias muy importantes
en la visión filosófica de la realidad.
Podemos
agregar que Einstein – aunque tenía una gran admiración tanto por el formalismo
matemático cuántico como por su capacidad de describir los experimentos – no
era de ninguna manera un defensor de la llamada «ortodoxia» de la física
cuántica. La interpretación ortodoxa, también denominada «interpretación de
Copenhague», se inspira esencialmente en los trabajos desarrollados alrededor
de 1927 por Niels Bohr[4] y Werner Heisenberg[5], enriquecidos por la contribución decisiva de Max
Born[6]. En el resto del artículo intentaremos aclarar esta
perspectiva.
Pero podemos
comprender desde ya que la física no es en absoluto una disciplina lineal o
aséptica, sino que está inextricablemente ligada, de manera amplia y compleja,
a nuestra vida. «La vida supera a la ciencia», afirma John Polkinghorne[7]; y Heisenberg escribe que «la Naturaleza es anterior
al hombre, pero el hombre es anterior a la ciencia de la naturaleza»[8]. Las concepciones religiosas, filosóficas y
existenciales del físico entran en un «diálogo circular», tan enriquecedor como
problemático, con su profesión científica. No es raro observar cómo los
físicos, de acuerdo entre sí en el plano científico, exhiben contrastes
explícitos en lo que atañe a las consecuencias filosóficas de una teoría
determinada. La ciencia da forma a la vida y al pensamiento, pero no lo
aprisiona.
Veremos cómo
Einstein, y otros junto a él, se opusieron a la concepción de la mecánica
cuántica de la escuela de Copenhague, y cómo, a pesar de ello, esta última
llegó a constituirse en el pensamiento dominante entre los científicos. La
mecánica cuántica, como ya señalamos, representa hoy la mejor y más exhaustiva
descripción del mundo físico. Comprenderla seria y honestamente ofrece
escenarios inesperados, fascinantes y abiertos a una realidad más vasta. En
ella se puede vislumbrar un horizonte hacia el Misterio, incluso desde una
óptica cristiana.
«Los muchachos
de Copenhague»
Aparte de
Born, que superaba los cuarenta años, Heisenberg, Jordan[9], Dirac[10] y Pauli[11] – es decir, los principales protagonistas del
nacimiento de la teoría cuántica– eran todos veinteañeros. Con juvenil
entusiasmo se vieron involucrados en el proyecto que habría cambiado el
escenario de la física y, con este, el paradigma de nuestra visión del mundo.
Este grupo de jóvenes, por medio de un refinado formalismo matemático[12] y de experimentos – reales o incluso
concebidos solo mentalmente –, llegó a las siguientes conclusiones: 1) es
imposible renunciar a lo que podríamos llamar el aspecto «probabilístico» de la
teoría; 2) las cantidades «observables», es decir, obtenibles mediante procesos
de medición, son las únicas que realmente existen para la ciencia.
El aspecto
probabilístico
El aspecto
probabilístico no refleja solamente la imperfección de nuestro conocimiento.
Incluso si fuéramos «Dios»[13], no podríamos conocer con certeza el resultado de
un fenómeno cuántico. Si este conocimiento absoluto y superior fuera posible,
entonces nuestro modo de ver la realidad sería el modo conocido como «clásico».
Intentemos
ahora aclarar el problema. En la física clásica se recurre a la probabilidad,
aunque en realidad el proceso es determinístico. Es la imperfección de nuestro
conocimiento y su inexactitud respecto de las condiciones iniciales de un
sistema (el estado de partida), lo que impide que podamos formular pronósticos
precisos, determinísticos. Si fuéramos Dios y si el mundo fuera gobernado por
leyes clásicas, seríamos capaces de predecir con certeza absoluta el resultado
de todos los fenómenos físicos del mundo. Conociendo por completo y
precisamente el punto de partida de cada partícula del universo, estaríamos en
condiciones de describir y predecir el recorrido que la enorme máquina cósmica
– el gran «reloj de Dios» – está realizando y realizará.
En la mecánica
cuántica, en cambio, es como si Dios mismo estuviera jugando a los dados y,
cual jugador honesto, no conociera anticipadamente el resultado. Incluso
conociendo de manera exacta todos los datos iniciales y las leyes de la
naturaleza, sería de todos modos imposible predecir con exactitud el éxito de
un experimento. Por lo tanto, los resultados de las mediciones son
fundamentalmente no determinísticos, es decir, no predecibles de manera
determinada[14]. El máximo de nuestro conocimiento, en la
eventualidad de que efectuáramos la medición de una cantidad física del mundo
cuántico, consistiría solamente en la probabilidad de obtener cierto valor[15].
Incluso sin
entrar en el formalismo matemático, digamos de todas formas que el estado de un
sistema cuántico está descrito por la llamada «función de onda», en la que
coexisten – no realmente, sino en potencia – todas las magnitudes físicas –
entre las que se cuentan, por ejemplo, la posición y la velocidad –, cada una
con su respectiva probabilidad. Esto es todo lo que nos es dado conocer; la
función de onda describe solo la probabilidad con la cual podremos obtener un
resultado en el caso en que se efectuara la medición.
«¡Pero mira
quién está aquí!»
El otro
aspecto desconcertante de la mecánica cuántica es que preguntas del tipo:
«¿Dónde se encontraba la partícula antes de que midiéramos su posición? ¿Qué
recorrido ha realizado?» ya no tienen sentido. El físico Richard Feynman[16] formuló en 1948 un método matemático – muy
técnico pero a la vez muy eficaz – que permite describir un fenómeno físico
calculando la probabilidad de cada posible evolución del sistema, desde el
punto inicial al punto final. En el procedimiento se deben incluir «todas» las
trayectorias que el sistema puede recorrer[17], incluso aquellas que serían imposibles para la
mecánica clásica, que prevé solo un recorrido determinado. En la mecánica
cuántica no existe una sola trayectoria (una línea evolutiva única) atravesada
por el sistema, sino infinitas, y la partícula puede pasar por todas ellas,
incluso contemporáneamente.
Pero, ¿son
reales estas infinitas trayectorias? John Wheeler[18] respondería: «[en el mundo físico] solo los
fenómenos son reales […], y ningún fenómeno es un fenómeno mientras no sea un
fenómeno observado»[19]. La física desarrollada por los «muchachos de
Copenhague» estudia exclusivamente cantidades observables, es decir, que pueden
obtenerse mediante mediciones. La medición «restringe» al fenómeno físico a
asumir uno solo de los valores permitidos – el valor observado -, que se
vuelve, de esta forma, el único que existe realmente. En términos técnicos,
este proceso se define como «colapso de la función matemática». El conocimiento
contenido en esta función de onda, que describe todos los valores posibles del
sistema, es anulado completamente en el momento de la medición: esta hace
colapsar la estructura matemática – y con ella el sistema – sobre el único
valor que «realmente» observamos[20].
Podemos
deducir, por lo tanto, que si bien la mecánica cuántica describe fenómenos que
exceden nuestra experiencia cotidiana, no se trata de una mera especulación
metafísica[21] ni menos de un modelo que arriesga introducir
un cierto espiritualismo paranormal o parapsicológico. Al contrario, esta se
concentra sobre lo que puede ser observado y verificado.
Podría ser
complicado y un poco engañoso ofrecer en este contexto analogías extraídas de
la física clásica, de la vida de todos los días. Podríamos comenzar con la
conocida frase: «imaginemos que lanzamos un dado…», pero creemos que esto no
funcionaría. El problema radica en el hecho de que el mundo cuántico describe
una realidad tan alejada de nuestra vida cotidiana, que proponer analogías
excesivamente simplificadas nos haría correr el riesgo de caer en paradojas,
alimentando equívocos, en lugar de aclarar de manera simple conceptos
complicados[22]. Heisenberg, en particular, percibió acertadamente
este impasse como un problema lingüístico: el vocabulario
conceptual humano nació como consecuencia de la evolución biológica y social,
que emerge en un «ambiente» clásico, no cuántico. De esta forma, para describir
la cotidianidad clásica, el hombre desarrolló un lenguaje apropiado, que sin
embargo es totalmente inadecuado para representar fenómenos cuánticos, los que
constituyen, en todo caso, la base de nuestro mundo. Por otra parte, a
diferencia del lenguaje cotidiano – e incluso filosófico –, la matemática puede
ofrecer un soporte ciertamente más modesto y limitado, pero mucho más sólido,
para describir un mundo que para nosotros es tan extraño como el mundo
subatómico[23].
¿Dios juega a
los dados?
No podemos
referir aquí los múltiples y extraordinarios éxitos experimentales que ha
obtenido la mecánica cuántica. Recordemos, de todas formas, que esta teoría
describe con extrema precisión prácticamente todo lo que hasta ahora hemos sido
capaces de observar en el mundo físico: desde los simples fenómenos de
reflexión de la luz a los más sutiles procesos que involucran las partículas
elementales hasta el momento desconocidas. Nos podemos preguntar, entonces, qué
tipo de realidad nos presenta el panorama cuántico.
Dirigiéndose a
Bohr, Einstein escribía: «La teoría da buenos resultados, pero difícilmente se
acerca al secreto del Anciano […]. Estoy totalmente convencido de que Él no
está de ningún modo jugando a los dados»[24]. De acuerdo a Einstein, el mismo corazón de la
nueva teoría batía de manera arrítmica e incierta, poniendo la causalidad
exactamente al centro de las leyes de la naturaleza. Una posición
desconcertante para una comunidad – la científica – que había construido una
representación propia del mundo como la de un mecanismo preciso y perfectamente
sincronizado, que no dejaba lugar a la incerteza o a la indeterminación.
Y fue
precisamente en 1927 que Heisenberg enunció su «principio de indeterminación»[25], una «ley» – aclaremos – no experimental, sino
fundamentalmente conceptual y que ha sido posteriormente confirmada por
innumerables experimentos. Este principio establece los límites de la
observación misma para lo que llamamos las «magnitudes físicas incompatibles»[26] de un sistema físico, como la medida de la
posición y de la velocidad de una partícula, o de la energía y el tiempo de un
proceso físico. Tales magnitudes no pueden ser determinadas con una precisión
arbitraria: inevitablemente siempre existirá una incerteza, independiente de la
bondad de nuestros instrumentos. Solo podemos conocer el mundo de manera
indeterminada.
También hay
que señalar que, antes del descubrimiento del mundo cuántico, la física había
girado siempre alrededor del concepto de objetividad real de los objetos materiales.
Incluso Einstein había adoptado posiciones bastante realistas, afirmando
resueltamente que las teorías científicas son verdaderas representaciones de
una realidad física objetiva, de «las cosas que están ahí». Todo procedía con
normalidad, hasta que «los muchachos de Copenhague» sostuvieron que la ciencia
había ganado finalmente terreno a la filosofía en la resolución de problemas
relativos a la descripción de la realidad. ¿Pero cómo? Heisenberg señaló:
«Debemos recordar que lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino
la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogaciones». Y Bohr de manera
más explícita afirmó: «No existe un mundo de cuantos. Solo existe una abstracta
descripción física del cuanto. Es un error creer que el objeto de la física es
descubrir qué es la naturaleza. La física se ocupa de aquello que se puede
decir de la naturaleza»[27]. Y a la célebre frase de Einstein «Dios no juega a
los dados», Bohr replicó: «No le digas a Dios lo qué puede o no puede hacer».
En 1954, dos
años antes de su muerte, Einstein escribió una carta al físico estadounidense
David Bohm[28]: «Si Dios creó el mundo, no podemos decir que se
preocupó demasiado de facilitarnos su comprensión». La física había resuelto
los problemas de la comprensión de la realidad, arrojándolos sin embargo en el
misterio. El mundo cuántico es un mundo desconcertante y contradictorio, pero
el mundo es un enigma que la Naturaleza ya resolvió[29]. El universo parece estar allí, tranquilo y sereno
frente a nuestros arduos tanteos cognitivos.
Publicado por La Civilta Cattolica:
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