Fe y Vida | Rossana Virgili/VN
La piedad infinita
En Italia se recuerda vivamente la foto de una
enfermera dormida por agotamiento sobre el teclado de un ordenador en una sala
del hospital de Cremona. Se convirtió en la imagen del abandono que
remite a ese “sueño de los justos” del Salterio. Pero también remite a ese
divino “letargo” que el Creador hizo caer sobre Adán cuando con él “hizo” lo
femenino, “creó” a la mujer (Gn 2, 22), aquella a quien Adán le puso el nombre
de Eva, porque “era la madre de todos los vivientes” (Gn 3, 20).
Era el cansancio de quienes experimentan
constantemente el dolor de la inevitabilidad de la vida, de la terquedad de
seguir salvando las señales de primavera en los desiertos de los inviernos de
la Historia. Tumba y útero, resiliencia y renacimiento y dolor y
resurrección son uno con el cuerpo de la mujer cuando la vida está amenazada.
Hemos visto a los trabajadores de la salud
encontrar el tiempo para dar ternura a los hambrientos de aire y amor en
cuidados intensivos; hemos visto a científicos aislar por primera vez el
coronavirus; hemos visto a las jóvenes en la primera línea vacunarse como un
ejemplo para animar a la gente a hacer lo mismo y, sobre todo, hemos visto
la disposición a la lucha contra un enemigo de la salud de todos.
Hemos visto y vemos a hermanas, hijas, madres y
amigas con el alma perdida y el corazón roto por la distancia con sus seres
queridos porque ahora es impensable dar un beso o un abrazo. Las hemos
visto y vemos con ellos en el acto supremo de morir que solo puede celebrarse
estrechando la mano de quienes permanecerán unidos a nosotros para siempre,
legados por el Amor, el hilo dorado de la eternidad.
Morir sin aire
Jesús también tuvo que morir sin aire. Por eso, la
muerte del crucificado fue terrible. En la época romana, los crucificados eran
esclavos o grandes criminales y su castigo era la máxima tortura que se puede
aplicar a un ser humano. Como el cuerpo tendía a acumular todo su peso en
los pies, el dolor de las heridas de las uñas de los pies se volvía
insoportable. Por eso, el crucificado tendía instintivamente a levantarse
y, por tanto, a presionar los pulmones provocándose la asfixia.
La mayoría de las personas que colgaban del madero
morían por falta de aire. El tormento debía ser tan grande que hasta los
soldados sentían lástima por los condenados y les ofrecían vinagre a modo de
anestésico, -que también ofrecieron a Jesús-, o les rompían las piernas
para que su muerte fuera más rápida. Jesús, que tuvo como compañeros de
martirio a dos malhechores, encontró calor humano en el buen ladrón.
Y bajo la Cruz le esperaban una piedad de mujeres
con los brazos abiertos para recoger su cuerpo, el cuerpo de un hombre
condenado a muerte, para devolverlo a una vida más plena, al día siguiente
del sábado. “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, clamó Jesús a un cielo
suplicante y mudo (Mc 15,34). Cuando la fe se convirtió en abandono y Jesús se
durmió como un niño, fue cuando sintió a ese Dios lejano como un Padre cercano:
“Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). En el letargo de la
muerte está la Esperanza.
¿Y las mujeres? Escuchan a los pies de la Cruz,
lloran, esperan, resisten y dicen “aquí estoy” para abrazar ese cuerpo
desamparado. Como el cuerpo del recién nacido y del amante es el cuerpo
del moribundo entregado por amor. Perdido en el Amor. Las mujeres saben
que ese cadáver esconde una chispa de vida que ellas mismas encenderán. María
Magdalena lo hará en la mañana de Pascua, sacará el Cuerpo del Señor Resucitado
de la tumba vacía.
Un solo espíritu
Un cuerpo que es nombre y voz, que ya no se puede
tocar, aunque se quiera, ¡porque forma uno con el suyo! Un Cuerpo
resucitado que es de Comunión, unido al de la Magdalena. “¿No sabéis que
vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (…) El que se une al Señor forma con
Él un solo espíritu” (1 Co 6,15,17).
Otra María lo había hecho antes que Magdalena,
hermana de Marta de Betania. Ella había consolado la soledad de Jesús cuya
muerte estaba ya anunciada. Durante la cena, María derrochó un
cántaro de nardos a los pies de Jesús. El ecónomo Judas se escandalizó
entonces por ello. Pero frente a la cruz, ahora el precio de Jesús era el de un
esclavo.
Treinta denarios. María había gastado diez veces
más. “¿Por qué este perfume no se vendió por trescientos denarios y no se dio a
los pobres?”, protestó (Jn 12, 5). No podía entender que ese aceite no se
usaba para ungir un cadáver, sino que consagraba el cuerpo de Jesús para el día
de su Resurrección.
Publicado por Vida Nueva
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